miércoles, agosto 24, 2005

Stella Accorinti, SOCRATES - Capítulo 5



EL MATRIMONIO







–Sí, claro, sí, sin duda. La razón te pertenece. Sí, sí, sí.
La mujer gritaba y agitaba sus manos con impaciencia. El hombre, sentado, la miraba como con indiferencia.
–No diga el señor. ¿Y con qué quiere el señor que le dé de comer a los hijos? ¿Con las dracmas miserables de su gloria de hoplita? ¡No me alcanza!
–Jantipa… –comenzó a hablar él.
–¡Silencio! –lo interrumpió la mujer –¡No te permito hablar! ¡Bastante habla el señor en el ágora todo el día! ¿Todavía conservas la lengua? ¿Cómo no se te cae a pedazos? Petiso feo. ¡Dioses! ¿Por qué me casé con este hombre? –clamó, levantando los brazos hacia lo alto.
–Tu mal carácter… –terció él.
– ¡Mi mal carácter, mi mal carácter! ¿Quién tiene mal carácter? ¿Yo? ¿Y quién dice eso? ¿Tus amigos? ¡Hombres! ¡Todo el día en el ágora, no saben nada de la economía de la casa, no les importa, no es su problema, entonces, cuando una mujer se enoja justamente porque su esposo no cubre las necesidades domésticas, como debe ser, entonces esa mujer tiene mal carácter!
–El casamiento es un mal necesario… –musitó el hombre, como hablándose a sí mismo.
–¡Al fin estamos de acuerdo! ¡Eso mismo! ¡El casamiento es un mal necesario! –le respondió ella.
–¿Todo el día en el agorá? –dijo, siguiendo el hilo de sus pensamientos y levantando la mirada hacia Xantipa–. Me he dedicado a filosofar durante diez años antes de casarme contigo. Me conociste así, sabías quién era, qué hacía… Es verdad, no podré decir de ti que gastas como una Cesira, pero ¿qué puedo hacer yo, ofrecerte lo que no tengo? Tengo olivos, y no nos falta aceite, tenemos algunas ovejas, y algunos panales también. No es poco.
–Hombre de Alopece –dijo la mujer– si tuvieras que dar de comer a tus hijos, ¿cómo harías? Porque nada saben tus argumentos y tu filosofía de mis preocupaciones cotidianas. ¿Acaso te importamos? ¿Acaso te importan tus hijos? Pido lo que es justo. No pido para mí, pido para ellos. Y si pidiera para mí, justo sería también. En realidad, es visible tu desprecio hacia la mujeres.
–No es cierto –replicó él con vivacidad –¡Diótima fue mi maestra! Y lo fue Aspasia. Siempre visito a Aspasia con mis amigos, ella sigue siendo una maestra. Ella habla de sus ideas libremente.
–¿Libremente? –replicó Jantipa–. ¿Acaso Aspasia puede hablar en los lugares de culto, puede hablar en las asambleas? Que se vista una mujer con el manto de los filósofos y salga a la plaza pública, y veremos qué sucede…
–Pero han sido mujeres mis maestras, y tengo amigas mujeres, no odio a las mujeres…
–¡Exacto! –replicó ella–. Estás pronto para que una mujer te dé lo que pides, pero no para darle a ella lo que necesita. Por eso mi hijo y los hijos de Mirto sufren por tu causa. Algún día, lo prometo, Mirto y yo, mientras estés dormido, te pelaremos, te sacaremos los pocos pelos que viven en tu cabeza, a ver si así, sin cabellos, el aire del ágora te refresca las ideas y comienzas a traer dinero suficiente al hogar.

Y continuó, cada vez más enojada:

–Haz un esfuerzo, intenta oler dónde hay trabajo. Nariz en esa cara, sobra, ¿no es así? Eres un zeugita, debes trabajar para obtener dinero. ¿De qué otra forma, si no? Y deja ya de hablar de las mujeres, que somos parteras, cirujanas, recogemos las cosechas, cocinamosy cuidamos niños, mientras vosotros parlotéais en el ágora. Sabemos cómo juntar hierbas medicinales, cómo secarlas y cómo hacer las mezclas. Hemos descubierto las hierbas buenas para el estómago y las hierbas malas para el corazón, y sabemos que todas son remedio y veneno. Hierbas y raíces, nuestro mundo, del cual vosotros sabéis nada. Criamos a los niños, soportamos a los maridos insensibles, vamos a buscar agua, nos ocupamos de la casa. ¿Quién se dio cuenta de que la salud de la polis estaba mejor si eliminábamos los miasmas de la pobreza? ¿Fue un hombre, lo fue? No lo fue ¿Quiénes practicamos los abortos? Las mujeres. Y a mujeres se los hacemos, claro. Putas, parteras, esposas y esclavas.

Se detuvo por un momento, mientras el hombre la miraba en silencio:

–¿Algo más tenemos que hacer? ¡Oh, sí, entiendo a Hera! ¡Hasta entiendo a sus cigüeñas consagradas! Si al cabo, las mujeres tenemos eso de sobra: ¡comprensión! Descubrimos las tinturas, inventamos la aguja, y tenemos que cuidar la agricultura porque los señores están muy ocupados. ¡Por la diosa! Médicas, adivinas, matemáticas, curalotodo, reinas de la paciencia y la comprensión, madres, hermanas, hijas. ¡Hasta cuándo! Pero ya se sabe, qué podemos esperar, Poseidón creó el caballo, animal de la guerra y fue Athena quien nos dio el olivo…
–Casarse y arrepentirse, no casarse y arrepentirse –masculló el hombre, aún sentado en la misma posición.
–Necesito pagar hoy al maestro de música de Lámprocles. Mirto debe pagar al maestro de gimnasio de Sofronisco, y llevarle un obsequio a la partera, su embarazo está avanzado –informó la mujer– ¡No contento con una esposa y un hijo, en esta casa tienes dos mujeres, dos hijos y uno que llegará en breve! ¡No alimentaba a dos hijos, no alimentará a tres… –murmuró Jantipa, moviendo la cabeza y enarcando las cejas.
–Debo ir a ver a Alcibíades –dijo él por toda respuesta.
–Hombres..., es lo que yo digo –le espetó ella.
–Es natural que me guste lo que es bello –replicó él, poniéndose de pie e intentando dar por terminada la discusión
–¿Me darás dinero o no? –casi gritó Jantipa.
–Debes administrar mejor –dijo él, dirigiéndose hacia la puerta.
–¿Administrar mejor? ¡La vergüenza se ha perdido! –gritó ella, siguiéndolo–. Debería atacarte a golpes, tal como hace tanta gente en la plaza pública cuando se harta de tus preguntas, y te arrancan los pocos cabellos que te quedan, y te gritan. Y debería gritar, como gritan tantos cuando te acercas, “!Huyamos, allí viene Sócrates!”, dicen, y los grupos se desbandan y la gente se va del ágora ante tu presencia. Como dicen tantos de tus conciudadanos, eres la peste.
–Molestarlos, eso es lo que busco –responde Sócrates–. Y a veces sucede que no busco eso, pero igualmente ellos se molestan. –El hombre sonríe ante sus propias palabras–. "Ya terminemos con esto", eso suelen decirme a menudo, "danos una respuesta, Sócrates, queremos saber qué es la justicia, no que nos preguntes qué es la justicia", y se alejan, enojados y chasqueando la lengua. Sí, tienes razón, Jantipa.

Sócrates suspira, mientras golpea con los nudillos la puerta de calle para alertar a los transeúntes que alguien va a salir. Cuando comienza a abrir la puerta, un hombre detiene su marcha para que la puerta pueda abrirse en toda su extensión y Sócrates salga a la calle.
Mirando la espalda de su marido, Jantipa se pregunta por qué las puertas de las casas de la Hélade se abren hacia afuera cuando las calles son tan angostas. Otro sinsentido, piensa, como el de estos hombres que hablan de libertad todo el día en el ágora, y callan en sus casas, donde tienen a sus esclavos y a sus mujeres para ser atendidos.
–No olvides vaciar los excrementos y los orines de los amides –se despide Sócrates, con una media sonrisa sarcástica.

–Vete, vete con Querefón –grita Jantipa sin ganas, y entra en la casa sin volver a mirarlo.

Toma la calle hacia la derecha. Mientras se aleja, se dice: “No doy argumentos para que apalee un hijo a su padre, como se me acusa, pero sí los doy para que me apaleen a mí”. Y en voz un poco más alta agrega: “Jantipa es bella como Afrodita, y tal como Afrodita, siempre está llena de ira y profiriendo maldiciones. Muchos dicen que se parece a Hera, pero no es así… Se parece a Afrodita, y como ella, está casada con un hombre feo”.

Xantipa entra en el gineceo, se enjuaga la cara y las manos, y luego de secarse con un paño húmedo, se sienta y se queda pensativa largo rato. De pronto, se pone de pie casi sin pensarlo, toma el texto que su esposo le dictó el día anterior y relee:

“Cuando nació Afrodita, los dioses celebraron un banquete y, entre otros, estaba también Poros, el hijo de Metis. Después de que terminaron de comer, vino a mendigar Penía, como era de esperar en una ocasión festiva, y estaba cerca de la puerta. Mientras, Poros, embriagado de néctar –pues aún no había vino– entró en el jardín de Zeus y, entorpecido por la embriaguez, se durmió. Entonces Penía, impulsada por su carencia de recursos, piensa en hacerse un hijo de Poros, y se acuesta a su lado y concibe a Eros. Por esta razón, precisamente, es Eros también acompañante y escudero de Afrodita, al ser engendrado en la fiesta del nacimiento de la Diosa y al ser, a la vez, por naturaleza, un amante de lo bello, dado que también Afrodita es bella. Siendo hijo, pues, de Poros y Penía, Eros se ha quedado con las siguientes características. En primer lugar, es siempre pobre, y lejos de ser delicado y bello, como cree la mayoría, es más bien duro y seco, descalzo y sin casa, duerme siempre en el suelo y descubierto, se acuesta a la intemperie en las puertas y al borde de los caminos, compañero inseparable de la indigencia por tener la naturaleza de su madre. Pero, por otra parte, de acuerdo con la naturaleza de su padre, está al acecho de lo bello y de lo bueno; es valiente, audaz y activo, hábil cazador, siempre urdiendo alguna trama, ávido de sabiduría y rico en recursos, un amante del conocimiento a lo largo de toda su vida, un formidable mago, hechicero y sofista. No es por naturaleza ni inmortal ni mortal, sino que en el mismo día unas veces florece y vive, cuando está en la abundancia, y otras muere, pero recobra la vida de nuevo gracias a la naturaleza de su padre. Mas lo que consigue siempre se le escapa, de suerte que Eros nunca ni está falto de recursos ni es rico, y está, además, en el medio de la sabiduría y la ignorancia. Pues la cosa es como sigue: ninguno de los dioses ama la sabiduría ni desea ser sabio, porque ya lo es, como tampoco ama la sabiduría cualquier otro que sea sabio. Por otro lado, los ignorantes ni aman la sabiduría ni desean hacerse sabios, pues en esto precisamente es la ignorancia una cosa molesta: en que aquel que no es ni bello ni bueno ni inteligente se crea a sí mismo que lo es suficientemente. Así, pues, el que no cree estar necesitado no desea tampoco lo que no cree necesitar.

Esto que acabo de dictar a Jantipa, mi maestra Diótima, la extranjera, quien me enseñó todo sobre el amor, me ha contado.”

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