miércoles, julio 20, 2005

Stella Accorinti, SOCRATES. Capítulo 3 de 10



SOFRONISCO




Estar en el taller que fue de mi padre es siempre un momento especial. Mi padre era un hombre de carácter apacible. Yo no sé si decir que él siempre sonreía o que tenía un gesto perennemente amable en su rostro. Incluso en su lecho mortuorio su cara ofrecía una sonrisa. Mi padre murió cuando yo era un niño, pero recuerdo siempre sus días en el taller y su vida como escultor. Es verdad que he dejado el oficio de mi padre, que tanto amo y que aprendí desde niño, para ejercer de alguna manera el de mi madre; pero es la escultura, herencia paterna, lo que más me atrae, con verdadera pasión. ¿Pero quién puede en estos tiempos competir con el portento de Fidias y con la vitalidad de Mirón?
Mi padre tenía una paciencia inmensa con su trabajo. Le tomaba días enteros colocar con la mayor precisión posible una serie de puntos paralelos en el modelo y en el bloque de mármol. Empezaba su obra una y otra vez si no le satisfacía. Trabajaba con tenacidad con el trépano, estableciendo en el bloque de mármol los puntos correctos y a la profundidad que se había. A veces trabajaba punto a punto, pero hacia el final de su vida comenzó a pensar y a llevar a la práctica una técnica con la cual trabajaba sólo con unos cuantos puntos que consideraba básicos en la superficie del mármol. Sus negros cabellos ondulados se llenaban del polvillo de sus obras y así permanecían todo el día, asemejándose a veces al cabello de las estatuas, simulando el blanco de la vejez antes de que la vejez lo alcanzara. Quizá esos cabellos disfrutaban el blanco que nunca llegarían a tener, porque las canas no quisieron posarse nunca en la cabeza de mi padre.
Le fascinaba la arcilla, pero era tenaz con el mármol. Creo que la arcilla era su descanso, su placer, y el mármol su desafío, aunque no se si se pueden separar de este modo las sensaciones y los sentimientos de mi padre con su arte. Yo pasaba horas mirando sus kouroi, pero él dedicaba mucho más tiempo a realizar sus korai. Cada pliegue de las túnicas de esas bellas jóvenes debía ser perfecto. Luego, los colores. Los colores eran otra parte enigmática, perturbadora y que me impresionaba de su técnica. Mi padre amaba, sin duda, la escultura. Pulía sus obras con arena, meticulosa y amorosamente, realizando el trabajo de abrasión una y otra vez, hasta lograr la tersura que buscaba. La piel de la estatua es real, me decía, por qué debería ser menos bella que la de los humanos. Jamás dejaba que otros eligieran por él el mármol, y sus largos paseos por el Perypatós la mayoría de las veces derivaban en desvíos por senderos poco transitados, con el fin de descubrir materiales.
Cuidaba sus cinceles, sus bujardas y sus trépanos como si fueran animales domésticos a los que amara profundamente. Cuando no usaba esmeril o arena, sacaba de los materiales de mi madre un poco de piedra pómez. Tenía varios cinceles, planos y dentados, que eran ellos mismos obras de arte. Solía utilizar mucho la cera perdida para hacer sus estatuas más grandes de bronce: preparaba un modelo en arcilla de tamaño un poco más pequeño que el que tendría la estatua, después lo cubría con una capa de cera que modelaba con todo detalle. Luego, endurecida ya la cera, cubría todo con varias capas de arcilla, muy finas. Una vez seca, metíamos la pieza en el horno, y el hueco que quedaba una vez fundida la cera, lo rellenábamos de bronce. No siempre quedábamos satisfechos. Mi padre, casi nunca. Ya fría la pieza, la frotábamos con aceite de nuestros olivares. La estatua, roja, pasaba lentamente a tener un maravilloso e inquietante color negro, un negro viviente.
El horno ardía día y noche durante varios días. ¿Cuándo está terminada una pieza?, se preguntaba mi padre. Nunca, se respondía. ¿Qué es más real, esta escultura o el modelo?, me preguntaba. Ninguno de los dos, le decía yo. Error, decía él, la escultura es más real, porque cuando ya no estemos aquí, cuando ninguno de nosotros esté, cuando esta casa no esté, cuando este horno no exista ya en la memoria de la gente, cuando la Hélade desaparezca y se llame de otra manera, quizá Barbarya, cuando nuestro idioma ya no exista, las esculturas estarán. Entonces, habrá valido la pena, incluso hasta los trabajos que me parecieron vanos. Sí, también un día desaparecerán las estatuas, y desaparecerá el mundo, lo sé, pero al menos las esculturas tienen más realidad que el modelo, más realidad que nosotros, más realidad que el escultor. Yo sólo movía la cabeza, en señal de desacuerdo. Mi padre diría que mi escultura de las Tres Gracias, que adorna la Acrópolis, no tiene valor para estar allí. En eso estaríamos de acuerdo.
¿Quién ha visto a Afrodita desnuda? Sin embargo, la esculpen desnuda. Oh, el arte. El escultor debe de haberla visto desnuda, por eso la ofrece a los ojos sin ropas Oh, Praxíteles, que viste desnuda a Afrodita, Praxíteles el favorecido por la diosa.
Ver con los propios ojos las nervaduras de las estatuas, su fuerza, su inmensidad. No debería uno morirse si no ha visto las obras de Fidias con sus propios ojos, eso es lo que se llama la felicidad en ese momento, lamer las estatuas de Fidias con los ojos, hacerles el amor desde el alma. Y sentirse blando y acariciado por las mentiras de Tespis, oír y gustar sus tragedias, oh, la belleza del arte.
Mirar el Doríforo de Polignoto, acariciar sus músculos con los ojos, ver a Perséfone raptada en las paredes de una tumba. Hades la lleva, la arrastra: ver esa pintura en las paredes de una tumba es inquietante y precioso. ¡Oh, tener en las manos mármol pentélico! ¿Quién quisiera acariciar algo diferente? ¡Ah, las manos de Fidias! Merece esculpir en el escudo de su estatua de Athena su propio retrato. Quien sea escultor como Fidias puede, con merecimiento, esculpir su retrato en su propia obra.
Pero es tan bueno también modelar los recipientes para tomar el vino: el kylix, el skyphos, el kyathos, el kantharos. Crear una hermosa pyxis para que las mujeres guarden sus joyas, y sobre todo un lekanys, para que guarden sus obsequios de amor. Modelar un enorme stamnos, de donde se verterá el vino en los banquetes, y un olpes para aceite, y un bello oinochoe para beber vinos mezclados con agua. Decorar un fiale hermosamente, para comer en él. Kiathos, Pelikes, hydrias, cráteras: la belleza de los utensilios, su volumen, su forma, su composición. Y el lekythos transformándose de jarra en contenedor de ungüentos, y luego en urna fúnebre… Y veo a los Gigantes luchando en ese kylix, y desde aquella crátera me mira Heracles. En el lekythos a mi izquierda, Eos rapta a Tythonos, mientras Teseo y Procusto luchan en el ánfora frente a mí. Desde el pequeño skyphos oscuro, mi preferido, me mira la lechuza roja, el kylix con las amazonas parece mecerse y dos lekythos blancos con figuras negras se destacan al darles un rayo de luz. El viento silba entre los olivos. El ánfora antigua que descansa en el rincón oeste del taller, oscura sobre fondo mate claro, me atrae finalmente, sin más. Toda mirada termina acariciándola, mientras a la vez acaricia al ánfora de tres patas redondeadas, que descansa su sueño de siglos, el ánfora de Dypilón, herencia de mi padre, legado de su familia de Corinto. Las figuras de cada cerámica me fascinan: danzan las bacantes; Príamo pide a Aquiles el cuerpo de Héctor; Thetis le leva armas a Príamo; Zeus transformado en toro rapta a Europa; Ulises le da vino a Polifemo.
Sin duda, mi padre heredó su arte de sus antepasados, y a ellos les fue entregado por los dioses. Y los dioses nos han enseñado a hacer arte con las cosas concretas, de cada día. Cada obra de cerámica tiene un propósito concreto, y es a la vez arte. Y lo concreto está allí, cada día. Lekytos, urnas funerarias, los vivos, los muertos… Proteger a los muertos con figuras apotropaikos, alejar todo lo malo de ellos pintando en las urnas a la Medusa, y delinear suavemente los rasgos de la sirena, con su cola de pájaro. Contarles a los vivos acerca de los dioses, dibujando alas en los pies de Mercurio, y mejillas rosadas en Afrodita, y un casco en la cabeza de Palas Atenea, y a Zeus con rayos. Hemos heredado la cerámica de figuras negras, y hemos amado ser los descendientes de Zhéramos, y vivir cerca del Zheramikos. Somos hijos de aquellos que se dedicaban día y noche a abastecer a los vivos en los simposios con cráteras, ánforas e hydras, pero también de quienes trabajaron para cuidar a los muertos con vasijas funerarias. Mi padre trabajó para los vivos y para los muertos por igual, y con idéntico amor e intensidad.
Nuestro trabaja continúa el de aquellos que trazaban frisos de figurillas en los recipientes, sin pensar agruparlas aún en escenas. Clitias está hoy tan presente como ayer en nuestro trabajo. Quienes pintaron negro sobre rojo a Ulises y Polifemo en un ánfora viven en nosotros. Dionisos es pintado, hoy como ayer, en las cráteras para los banquetes. Nearco aún hoy pinta con nuestras manos las hydras, y Exequias termina amorosamente el dibujo de la Gorgona en una urna para algún muerto reciente. Eutímides y Eufronio, ayer enfrentados, hoy son compañeros de aventuras en nuestras vasijas, así como se aúnan el simposio y la muerte en las pinturas. Celebrar la vida y celebrar la muerte muchas veces se parecen. Por eso bañarse en el mar y pintar a las personas bañándose es uno de nuestros temas preferidos en las urnas funerarias, porque así como retozamos en las aguas del mar, así nadaremos luego hacia las Islas Afortunadas. Polignoto no desdeñó pintar las escenas en el mar, como ninguno de nosotros lo ha hecho nunca. Simposios, vino, mar, dioses y héroes están en nuestras tumbas por el arte. Y como Mikon, pintamos las figuras del tamaño que tienen al ojo, no en la vida real, porque el arte no es la vida real, aunque sea más real que ella misma, como decía mi padre.
Somos hermanos de mujeres como Timárete, hija de Micón, que pintó a Diana, de Irene, la hija de Cratino, quien pintó niñas de manera bella, de Iea de Cícico, que grabó ayudada por un punzón retratos de mujeres en marfil. Su mano rápida y certera, y sus pinturas de ancianas, así como su autorretrato, son admirables.
Las mujeres han hecho una tarea inmensa en el arte en nuestro país. Pero la Hélade es una tierra de hombres. Construida por nosotros, para nosotros. Armados en guerra continua contra el exterior y en constantes conflictos con el interior. No hay tiempo para pensar qué es lo mejor, cuál es la justicia, cuál es el bien. Los derechos de nuestra democracia son para todos los hombres nacidos libres, y las mujeres no son parte de la democracia.
Los hombres tenemos el mismo derecho a participar del poder, tenemos igualdad ante la ley y el mismo derecho a hablar. Ninguno de estos derechos, de los cuales nos enorgullecemos, son otorgados a las mujeres, así como tampoco a los esclavos. Una polis buena es una polis justa, pero qué es la justicia y qué es el bien. ¿Acaso es justo que las mujeres estén afuera de todos los derechos que tienen los hombres libres? ¿Y los esclavos? ¿Es realmente ésta la democracia que queremos? ¿Cómo deberían ser las cosas? ¿Acaso porque algunos esclavos ganan su libertad en batallas, como sucedió en las Arginusas, deberíamos decir que entonces está bien la guerra y que los esclavos deben ganar su libertad?

La felicidad tiene como base la sabiduría, quien sabe qué es el bien, obra bien, por eso me he dedicado con todas mis fuerzas a esta búsqueda, y quiero que todos, niños y ancianos, hombres y mujeres, esclavos y hombres libres, participen en ella. Si todos buscamos juntos, y encontramos juntos, lo hallado será de todos, y todos cuidaremos de eso. Si es del interés de todos, si sienten propia esa búsqueda, cuidarán lo hallado y no dejarán que les sea arrebatado…
¿Quiénes deberían guiar esta búsqueda? Todos. Quien estudió como yo, cálculo, música y a Homero, quienes saben leer y escribir y quienes no saben, como yo, aquellos que no gustan de la gimnasia, y aquellos que, como yo, la aman. ¿Y cómo lo harán? Preguntando, sin cesar, a todos, al que se acerca, al que se aleja, al que viene caminando desprevenido por el camino lateral del mercado, al que viene directo hacia la enseñanza, al que está feliz de aprender y al que en primera instancia parece que no quiere aprender nada. ¿Y dónde aprender? En todas partes, pero sobre todo en las plazas, en los mercados, en las calles. Hay que ir adonde están las personas, a buscarlas, y no esperar que ellas vengan a nosotros. Y a veces, colocarse como un cebo, de manera extravagante, y atraerlas de alguna manera. Después de todo, es verdad que era de estricta justicia que yo defendiera a Jantipa cuando me acusó de no cumplir mis deberes como padre y como esposo, y por eso lo hice, pero es cierto también que muchos de mis discípulos recibieron enseñanza en aquellos días. Hay muchos modos de enseñar, pero mejor aún, muchos modos por los cuales podemos aprender.
Yo he aprendido de la blanda fuerza como el agua de mi madre, he aprendido de las dos veces que enviudó, aprendí de sus palabras la historia de su primera viudez, y luego viví con ella la muerte de su segundo esposo, mi padre. Su primer esposo murió cuando mi hermano mayor, hijo de aquel primer matrimonio, era también un niño, tal como sucedió conmigo cuando ocurrió la muerte de mi padre. Patrocles, mi hermano mayor, es casi un desconocido para mí. También de esa circunstancia de ausencia de conocimiento he aprendido mucho.
He aprendido de mi nariz enorme mucho sobre los olores, de mis labios gruesos he aprendido acerca del beso, de mis ojos salidos como los de los cangrejos, he aprendido acerca de la visión, y del conjunto de mi fea persona he aprendido la risa, y he aprendido a compararme con los hijos de las Náyades, los Silenos. Ellos son portadores de sabiduría y yo, aunque sólo sé que nada sé, ayudo a parir sabiduría.
Podemos aprender de todo, en todas partes y en todo momento. Pero jamás podremos obligar a las personas a aprender contra su gusto, porque sólo aprendemos aquello que es de nuestro interés…
Fue por eso y de ese modo que mi padre aprendió su arte. Viendo a mi abuelo fabricar hermosas cucharas de mango finamente filigranados, unas para untar pomadas, otras para tomar sopa. Algunas de madera, otras de hueso, otras de plata o de oro, de largo mango para ungir a las estatuas de los dioses, o con piedras preciosas engastadas para algún dignatario que las encargaba especialmente. Y aunque cotidianamente no utilizamos cucharas para comer y tomamos la sopa de los platos, o usando conchas de moluscos, ellas son un agradable utensilio en la cocina, y también en otros ámbitos de la casa, para adorno y para usar en los momentos previos al masaje, para untar el cuerpo con ungüentos variados….

Sócrates se deja distraer por los gritos del mercado cercano, que luchan por encaramarse los unos sobre los otros. Sale del taller y se dirige hacia allí. Sobre las mesas dispuestas a lo largo de la calle central reverberan al sol violetas alargados, coronados por pequeñas hojas verdes con breves rulos. Leves amarillos redondos se recuestan sobre rojos que estallan bajo el sol del mediodía. Redondeces anaranjadas brillantes y rugosas se ciernen en leves cascadas sobre los amarillos delicados y llenos de pelusas. Los pescados duermen sueños pesados, alineadas las cabezas y las colas en la mesa del hombre cuyos gritos atraen de pronto la atención de algunos paseantes.

–¡Una decadracma ática! ¡Por sólo una decadracma elija tres pescados! –el grito se eleva sobre los demás y hace que algunas mujeres, que habían pasado sin prestar demasiada atención, den vuelta la cabeza y miren de qué se trata la oferta.
–¡Seis ébolos y tendrá la mejor fruta del mercado! A la dama de azul, un obsequio… –el vendedor entrecierra los negros ojos y sonríe– ¡Seis ébolos! Miren y comparen.
–¿Acaso los comerciantes no deberíamos tener ese derecho –susurra un joven de rulos oscuros al hombre de cabello entrecano del puesto vecino, siguiendo la conversación iniciada momentos antes.
–No lo sé – duda éste.
–Los extranjeros no tienen derechos, es como si fueran animales, nosotros tampoco, quién tiene derecho en la Hélade.
–Casi todos –responde el hombre.
–¿Casi todos o casi nadie?
–¡Un tetradracma y una lechuza por esta hermosa aceitera! –vocifera un adolescente mientras se rasca la cabeza con una mano y se seca la transpiración que le corre por la cara con la otra.
–¡Una estatera por pescado, fruta y aceite! –parece elevar la oferta un grito que llega desde el final de la calle.
–Por una mina yo entregaría mi puesto –comenta entre risas un hombre vestido a la manera espartana.
–¿Por una mina o por un talento? –inquiere el dueño del puesto que está enfrente, calle de por medio.
–¡Una mina! –responde el primero, ahuecando la voz entre las manos para ser oído.
Las risas hacen coro a la idea.
Como cada día, el mercado al mediodía cubre a la polis de olores y sabores nuevos, y de un bullicio lleno de vida.

–¡Ostras! ¡Ostras! –vocea con entusiasmo un vendedor novato.
–¡Atún! ¡Pescado fresco! ¡Compre el pescado más fresco! ¡Vea moverse su comida! –el hombre ríe ante su ocurrencia.
–¿A quién has robado esos pescados, bribón, para venderlos tan baratos? –pregunta socarrón el vendedor de ostras.
–A nadie, los ha pescado mi suegro. Y si los hubiera robado, sólo estaría emulando a Hermes, nuestro dios.
–Pero Hermes le robó el ganado a Apolo porque tenía ganas de comer carne, y para iniciarse en el comercio.
–Finalmente, lo robó, y eso es lo que cuenta; así lo he aprendido.
–Ah, los dioses. Pero lo que ellos hacen no es lo que nosotros deberíamos hacer.
–¿Y por qué no? Si un dios roba, podemos robar, si un dios mata, podemos matar. No mataría yo a nadie, pero doy ese ejemplo porque así pienso. Por eso, los caldeos tienen sus dioses, que son bárbaros y a su medida.
–¿Por qué llamas caldeos a quienes hace mucho que son parte de la Hélade?
–Porque son extranjeros. Siempre serán extranjeros. No han nacido en la Hélade y no son helenos.
–Nosotros hemos nacido en la Hélade y…
–Y somos helenos.
–No lo somos, sólo tenemos de helenos el nombre, no nos asiste ningún derecho como a los ciudadanos, sólo somos comerciantes, somos los que les matamos el hambre a los señores, quienes tenemos para ellos temprano en el mercado la fruta fresca, el pescado de carne dura al tacto y ojos brillantes y buen aroma. Somos quienes les proveemos. Y nada más.

Los hombres se miraron en silencio y cada cual volvió a sus tareas con el entrecejo fruncido.

–Atún… Pescado fresco… –insistió el joven. Su voz, desganada, fue tapada por los gritos de sus vecinos. De pronto, pareció animarse y se dirigió a su interlocutor.

–Hermes es el más astuto de los dioses, nació del dios más poderoso y es nyssos de Zeus, es el hijo del dios; al mediodía de haber nacido ya tocaba la cítara y a la noche le estaba robando a Apolo. Quizá nosotros seamos como él y tengamos mucho trabajo para hacer en un día, pero también es verdad que podemos hacerlo.

El hombre lo miró, y chasqueó la lengua como respuesta, sin dejarse convencer por el entusiasmo del que hablaba.
El joven bajó la cabeza pensativo, esforzándose por hallar alguna manera de persuadir al otro, y de pronto su cara se iluminó con una sonrisa, y palmeándose la cadera con aprobación, comenzó a cantar:

“ Canta, Musa, a Hermes, hijo de Zeus y Maya, que tutela Cilene y Arcadia, pródiga en rebaños, raudo mensajero de los inmortales, al que parió Maya, la Ninfa de hermosos bucles, tras haberse unido en amor a Zeus, ella, la diosa venerable.”

El joven entonaba el himno a Hermes, y las mujeres y los esclavos comenzaron a acercarse lentamente. Con los ojos brillantes, miró desafiante a su vecino de puesto y prosiguió, con fuerza y convicción:

“Evitó la compañía de los dioses bienaventurados, habitando en el interior de una muy umbrosa gruta. Allí el Cronión solía unirse con la Ninfa de hermosos bucles en la oscuridad de la noches, mientras el dulce sueño retenía a Hera, la de níveos brazos, y pasaba inadvertido a los dioses inmortales y a los hombres mortales.”

El recién devenido cantor terminó el verso con una sonrisa pícara ante los amores de Zeus y Maya

“ Pero, cuando se cumplía el designio del gran Zeus y la décima luna se fijó ya en el cielo, él lo sacó a la luz y sus acciones quedaron al descubierto. Así que entonces la Ninfa parió un niño versátil, de sutil ingenio, saqueador, ladrón de vacas, caudillo de sueños, espía de la noche, vigilante de las puertas, que rápidamente iba a realizar gloriosas gestas ante los ojos de los dioses inmortales.”

El canto era acompañado por ademanes grandilocuentes y gestos de aprobación por parte de la audiencia.

“Nacido al alba, tañía la lira a mediodía, y por la tarde robó las vacas del certero Apolo, el cuarto día del mes, en el que lo parió la augusta Maya.
Cuando saltó de las inmortales entrañas de su madre, no aguardó mucho tiempo tendido en la sacra cuna, sino que se puso en pie de un salto y andaba ya buscando las vacas de Apolo, tras franquear el umbral del antro de alta bóveda.”

Reunidas decenas de personas ante su puesto, la calle bloqueada, el comerciante, improvisado cantor de las hazañas de Zeus, decidió ofrecer nuevamente su mercancía:

–¿Quén necesita pescado fresco? ¡El mejor pescado de Athenas! –sonrió ante su exageración– Si logro vender todo este pescado, podré continuar con la historia de Hermes –prometió.

Varias manos le acercaron monedas apresuradamente, y el pescado comenzó a pasar de las mesas a las canastas de las mujeres y los esclavos. Ya vacío el puesto, y ante la mirada entre divertida y seria de sus vecinos, el joven prosiguió:

“Al encontrarse allí a una tortuga, logró una dicha infinita: Hermes fue en efecto el primero que se fabricó una tortuga musical. Ésta se le puso por delante a las puertas del patio, pastando ante su morada la hierba lozana con andares retozones. El raudo hijo de Zeus se echó a reír al verla y en seguida le dirigió la palabra:

– ¡He aquí un presagio muy favorable para mí! No lo desdeño. ¡Salud, figura encantadora, que ritmas la danza, camarada del banquete! Bienvenida es tu aparición. ¿De dónde viene este hermoso juguete? Una tornasolada concha es tu atavío, tortuga que vives en los montes. ¡Bien! Te cogeré y te llevaré a mi morada. En algo me serás útil. No te despreciaré, sino que será a mí al primero al que beneficiarás. Mejor estar en casa, pues es peligroso lo de puertas afuera. Tú serás, en efecto, un amparo contra el muy penoso maleficio, en vida, y si mueres, podrías entonces entonar un canto extremadamente hermoso.
Así habló, y, al tiempo que la levantaba con ambas manos, marchó en seguida adentro de su morada, llevando su encantador juguete. Luego, pinchando con un cincel de grisáceo hierro, vació el meollo de la montaraz tortuga.
Como cuando un pensamiento fugaz atraviesa por el ánimo de un varón al que asedian múltiples preocupaciones o como cuando saltan desde los ojos las miradas chispeantes, así pensaba a la vez la palabra y la acción el glorioso Hermes. Una vez que cortó en sus justas medidas tallos de caña, los atravesó, perforando el dorso, a través de la concha de la tortuga. Alrededor tendió una piel de vaca, con la inteligencia que le es propia, le añadió un codo, los ajustó a ambos con un puente y tensó siete cuerdas de tripa de oveja, armonizadas entre sí.
Cuando lo hubo construido…”

El joven hizo una larga pausa, observando las caras atentas de las mujeres y de los hombres que se habían reunido a escuchar. Se oían algunos gritos de oferta pero ya nadie les prestaba demasiada atención. El novel comerciante se dirigió a su concentrado auditorio:

–A quienes vengan mañana, les prometo continuar el himno hasta terminarlo.

Se oyeron algunos bufidos de descontento, pero rápidamente cada uno volvió a sus labores y los compradores continuaron con su caminata. El joven terminó de recoger sus cosas, y ya dispuesto a marcharse vio que se acercaban tres comerciantes de los más viejos

–Jovencito, no más himnos, si todos cantamos himnos y contamos historias, acá nadie camina, y en definitiva todos venderemos lo mismo con el doble de esfuerzo. ¿Entendido? No olvides nunca que Hermes es el mensajero de los dioses, pero es también el dios de la elocuencia, y a todos fascina con su persuasión, así que no necesitas tu persuasión para vender a costa de los demás comerciantes.

El anciano hizo una breve pausa y continuó:

–Hermes es el dios de la prudencia, por tanto, sé prudente y hónralo, y como es el dios de la astucia, te hará astuto si se lo pides, y es el dios de todo tipo de robos… –el hombre sonrió y miró al joven levantando las cejas–. Él es el protector de los viajeros y caminantes, es quien hace conocer los grandes inventos y es quien protege toda clase de trabajos. Ese dios es el dios de todos nosotros, no sólo de un comerciante. Recuérdalo.

Diciendo esto, el hombre hizo un leve movimiento de cabeza a sus acompañantes y todos se alejaron. El adolescente asintió, de mala gana.

Sócrates entrecierra los ojos y menea la cabeza ante la resolución del incipiente conflicto. Se pone de pie y regresa al taller. Quiere revisar y ordenar todo para la venta que ha decidido hacer. Piensa que debe acomodar la jarra alta con el hombre y la mujer en el carro, acompañados por el citarista, dos caballos negros, uno blanco y el cuello finamente ornamentado; la pequeña estatua de bronce de Heracles que adelanta solemne su brazo izquierdo; el psykter de terracota con hoplitas montando delfines, acompañados por los flautistas que tantas veces usara en banquetes; la crátera con Hermes alado y con casco; el ánfora negra con su citarista rojo cantándole a los dioses; el kylix blanco, con Eos y Tithonos pintado en su interior, la hydria de Hera, la estatuilla de Protesilao, el lekytos funerario blanco de base roja…

Sócrates apura el paso.

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