Stella Accorinti, MIRTA (entrega 5 de 23)
LA NIÑA (1956- 1969)
Su madre le contó a Mirta muchas veces la historia del embarazo. Mirta oía atentamente pero no lograba asociar con ella los sucesos. Elvira quedó embarazada en febrero de 1956, le dijo su tía, como si Mirta no supiera sacar cuentas hasta el número nueve.. Lo que pasa, Mirtita, es que con ese calor… solía decirle su madre. Y su tía repetía: con ese calor… Mirta nunca supo bien a qué se referían ellas. Cuando era chica, nunca se lo preguntó, y cuando fue grande, se lo preguntó demasiado. Elvira le dijo a Domingo que estaba embarazada. Él le preguntó qué pensaba hacer, ella dijo no sé. De allí en más, la panza empezó a crecer.
Mirta nunca entendió en qué momento aquel matrimonio contactó a su madre, pero lo cierto es que la historia encontraba a la embarazada internada en la Maternidad Pardo, cuando en realidad debía internarse en un hospital militar, de acuerdo con lo pactado.
El matrimonio no podía tener hijos, y había arreglado con Elvira una suma de dinero a cambio de la criatura. Ambas mujeres, la embarazada real y la falsa embarazada se internarían juntas, Mirta sería entregada al matrimonio, y luego, cada cual a su casa. Mirta no sabe por qué su madre no cumplió con el trato y se internó en otra clínica. ¿Intervino su tía? ¿Su padre sabía del trato? Jamás le preguntó nada a su madre, no por temor ni por vergüenza ni por pudor. Simplemente –se asombra Mirta– nunca le interesó.
Quizá su pobre madre quería relatarle los detalles del tema, y por eso empezaba una y otra vez a contar, cada frase cortada por carcajadas hilarantes, la historia del matrimonio, de la entrega, del pacto, del dinero. Mirta la escuchaba, del mismo modo como leía Robinson Crusoe, agregando imágenes aquí y allá, no buscando nunca en el diccionario las palabras que no entendía. Tampoco esperaba entender alguna vez. Simplemente disfrutaba cuando Robinson ataba un huevo con un hilo, y lo hacía girar a toda velocidad, parándolo luego de un solo golpe y oh milagro, el huevo estaba cocinado. Asentía ante las palabras de Robinson que decía necesitar un puchero. Aunque no entendiera por qué quería un puchero para hervir todo ahí adentro. Para Mirta, un puchero era una comida que se preparaba echando en el agua carne y verduras, papas, batatas y zapallo. Pero no buscó en el diccionario, ni preguntó a nadie. Así, tampoco preguntó nunca a su madre. Pero de eso sólo se dio cuenta tres décadas después.
Mirta despierta de su ensueño con la voz de su madre: fue en la Pardo, Mirtita Amanda, ahí en Charcas, claro, ahí, en Marcelo T. De Alvear 2230. Me moría de dolor, gritaba como una marrana. Me ataron como matambre. Yo estaba en la cama treinta y tres del tercer piso, y cuando naciste, te pusieron en la cuna tres. ¿Qué casualidad, no? Me costurearon toda, si vieras, te tuve por abajo, pero igual, un desastre, me tajearon de lo lindo y me costurearon de lo feo.
Primero vivimos un tiempo con tu papá en el conventillo de la calle Chile, donde vivían tu tía y tus abuelos. ¡Cómo gritaba tu abuela! ¡Qué vieja de mierda que era! Siempre le decía a tu abuelo “te voy a ver cómo te morís, viejo desgraciado”. Bueno, no le decía desgraciado, le decía “mascalzzone”. Pero la vieja reventó antes que tu abuelo. Reventó como un sapo. Con tu padre vivimos después unos meses en un hotel, ahí cerquita. Y después tuve que salir a trabajar. Primero te llevaba conmigo, limpiaba casas, ¿sabés?. Y te ponía a vos en una hamaquita. ¡Eras de buenita! ¡Si vieras! Estabas todo el día ahí, calladita, mientras yo limpiaba. Cada tanto yo iba apurada y te daba una mamadera. Pero después te tuve que dejar con tu tía.
El misterioso momento en que Mirta se quedó con su tía quedó siempre en la oscuridad. ¿Por qué su mamá la dejó con su tía? ¿Encontró un trabajo donde no la dejaban llevar a su hija? Mirta ya no tiene la oportunidad de saberlo. Ya nunca lo sabrá.
¿Pero sabés qué, Mirtita Amanda? Un domingo fui a visitarte y no estabas, me dijeron que estabas en casa de la madrina de Sebastián. Fui allá. La familia de la madrina de Sebastián no me vio llegar. Estabas solita en el patio, jugando con un balde con agua, toda mojada, en bombachita, toda sucia, si vieras. Te agarré y te llevé conmigo. No sabés la que se armó, que por qué no avisé, que cómo te iba a llevar así. Pero yo te vi ahí tirada, sola, me dio tanta pena que te abracé fuerte y te llevé conmigo.
Mirta se pregunta cuántos años tendría ella en ese momento, o cuántos meses. No más de tres años, probablemente.
Y mientras Mirta piensa, su madre debe de haber dejado de relatar, porque de pronto la oye cantar mientras la mujer aplasta la ropa contra la tabla de lavar:
Se dice de míííííííííí,
que soy fiera,
que camino a lo malevo,
que soy chueca y que me muevo
con un aire compadrón,
que parezco Leguizamo,
mi nariz es puntiaguda,
la figura no me ayuda
y mi boca es un buzón.
Si charlo con Luis, con Pedro o con Juan,
hablando de mí los hombres están.
Critican si ya la línea perdí,
se fijan si voy, si vengo o si fuiiiiiiiiiiiiiiiii.
Podrán decir, podrán hablar,
y murmurar y rebuznar,
mas la fealdad que Dios me dio,
mucha mujer me la envidió
y no dirán que me engrupííííííííííííí
porque modesta siempre fui.
Yo soy asííííííííííííí.
Mirta sonríe. Le gusta mucho lo que su mamá canta, y su mamá canta bien. Mirta cree continuar la milonga y ataca una melodía con ganas:
El botón de la esquina de casa,
cuando salgo a barrer la vederaaaaaaaaaa.
Su madre la mira, se ríe, y la ayuda haciendo dúo:
Me se acerca el canalla y me dice:
"¡Pts! ¡Pipistrela! ¡Pts! ¡Pipistrela!".
Tengo un coso ar mercao que me mira,
que es un tano engrupido'e crioyo;
yo le pongo lo' ojo' p'arriba
y endemientra le pianto un repoyooooooooo.
Ambas se miran y lanzan una larga carcajada, y ya no pueden cantar más.
–¿Sabés que tu tía siempre te dijo Pipistrela? –le dice la mamá a Mirta, y ella asiente, sonriendo y entrecerrando los ojos en la evocación de la hermana de su padre–.
Mirta sabe que cuando su mamá la llevó de la casa de la madrina de Sebastián, tenía más o menos tres años, porque cuando Mirta cumplió tres años vivía ya con su madre, que estaba casada con Pedro desde hacía un mes. Pedro era joven, trabajaba como repartidor de vinos.
Había nacido en Corrientes, pero Mirta no sabía cómo ni cuándo el hombre llegó a Buenos Aires, ni tampoco cómo ni cuando se conocieron con su madre.
Elvira estaba embarazada cuando se casó con Pedro, Mirta recuerda la panza levantando el vestido azul con pequeñas flores rosadas. Alquilaban una pieza en un hotel de la calle Republiquetas. En el centro del patio del hotel había una alberca. Los cuartos daban todos a ese patio, así es que los vecinos se espiaban a gusto, y cada ida o venida era escrupulosamente anotada por los unos y los otros. Frente al cuarto de ellos vivía el tano Cacciatore, con su mujer y sus dos hijas, una de doce años y la otra de veinticuatro. Tanto el hombre como su mujer trabajaban atendiendo un puesto en la feria del barrio. Se alternaban en la atención del puesto, para no dejar a las hijas solas, decía la mujer. Los vecinos decían que hubiera sido mejor dejarlas solas, porque el padre se acostaba con la hija mayor.
A Mirta el marido de su madre le sacó el chupete en el hotel de la calle Republiquetas, y diciendo que ya era grande para esas cosas, lo tiró arriba del techo del baño. Mirta se sentó en su pequeña silla de paja y se puso a mirar hacia el techo por varios meses.
Cuando tenía cuatro años, los Reyes Magos le trajeron a Mirta una muñeca, la única muñeca que tuvo en su vida. Ese 6 de enero la sentó, primorosamente peinada y vestida, en la sillita de paja, frente a la puerta del cuarto. Se entretuvo jugando adentro un rato (¿cinco minutos, diez minutos, media hora, un siglo?). Cuando salió, la muñeca había desaparecido. Su madre armó un revuelo, avisó al encargado del hotel, revisaron todos los cuartos, pero la muñeca jamás fue encontrada. Quizá por eso, Mirta preservó cuidadosamente el nombre. Como ella no pudo ponerle uno, le quedó el nombre que ya traía: Pierangeli. Y cuando sus amigas hablaban de sus juguetes, ella siempre decía: yo tengo una Pierangeli. Mirta no tenía muñecas, pero qué importaba. ¿Y cómo se llama?, preguntaba Alicia, la amiguita, suspicazmente. Pierangeli, decía Mirta. No, no, te pregunto el nombre, yo también tengo una Pierangeli, insistía su amiga, remarcando la frase con el pie. La mía se llama Pier Angeli, y es una Pierangeli y se llama Pier Angeli! ¿Pier Angeli?, fruncía el ceño Alicia. ¿Qué, tu muñeca tiene nombre y apellido? ¡Sí!, decía Mirta. Alicia pensaba un momento y luego cambiaba bruscamente de tema:
–¿Dale que vos sos la hija y yo la mamá?
Y Mirta respondía, ya ausente: "No se dice 'dale que', se dice “hagamos de cuenta”. Si le hubieran preguntado a Mirta qué acababa de decir, se hubiera sobresaltado. Ella había respondido mecánicamente, sin pensar; es que ella estaba pensando en su Pierangeli: la cara morena esfumada, el cabello delicado recogido en un rodete, una remera negra de cuello alto, una falda a rayas celestes y azules, un ancho cinturón. Pier Angeli era la muñeca más hermosa del mundo. (Cuando Mirta quiera regalarle una muñeca a su nieta, siempre buscará una parecida a la Pierangeli. Y aunque nunca la hallará, insistirá con su intento, una y otra vez, hasta el día de su
muerte).
En el hotel de la calle Republiquetas vivía mucha gente, y además del italiano de enfrente, con sus hijas –una de cada brazo–, está el vecino que vivía cerca del portón de salida lateral, siempre sonriendo debajo de los finos bigotes. Y la vecina amiga de su madre, que decía que el hombre quemaba a su esposa con cigarrillos. Y el italiano, que le compra a su hija menor un par de zapatos para que ella tome su primera comunión. Se los compra cuando ella tiene once años, los zapatos estaban en oferta, y son lo suficientemente grandes para que le quepan cuando la niña tenga seis meses más, razona el hombre. Pero seis meses después los zapatos le aprietan a la niña, le aprietan demasiado, y ella llora, y su padre le dice que la va a amazzare si no se calla. Y allá va la familia a la iglesia, a tomar la primera comunión. Y el marido de su madre que le hace masajes en las piernas a una vecina porque la mujer se siente mal, le dice a Mirta. Y el musgo en la pileta. Y los piletones para lavar la ropa…
Y ve de nuevo a su madre hablando con alguien por teléfono, y Mirta trata de decirle que la tetera se está volcando sobre el calentador, que el agua hierve, pero su madre está en el teléfono del hotel, consiguió esa comunicación finalmente, y habla y habla. Y mira a Mirta sin verla. Mirta vuelve a la pieza e intenta sacar la tetera del fuego. El agua hirviendo cae sobre su cuerpo, y ella oye su propio alarido como si llegara desde muy lejos, y despierta en el Hospital de Quemados. Y la enfermera le pasa una pomada en la espalda y dice “mire, señora, si yo fuera la madre le daba una paliza, mire usted qué chica tan traviesa. Déle una paliza señora, una buena y va a ver cómo no toca nunca más lo que no debe”. La mujer arranca lentamente las tiras de piel de la espalda de los cuatro años de Mirta. Su madre parlotea con la enfermera y le dice que sí, que tiene razón, que Mirta es traviesa, que cómo se pone a jugar así con agua hirviendo. Mirta odia a las enfermeras.
Nunca quiere sacarse sangre, detesta ver las agujas preparándose para una inyección o para una extracción. (Por eso entenderá a Silvanita cuando ella haga un escándalo a sus siete años, y no permita que le saquen sangre para detectar una posible apendicitis. Y cuando la enfermera quiere atarle el brazo a su pequeña, Mirta le toma el brazo a la mujer y le dice “no”. La mujer sale, llama a otra enfermera, le dice algo sin quitar los ojos de encima a Mirta, que abraza a Silvana, y se aleja, con la cabeza muy alta, con los hombros echados hacia atrás en ofendida actitud, y la otra enfermera se acerca y le habla a Silvana durante largo rato, sin lograr que deje de gritar. Mirta le acaricia la mano a su Silvanita, y la niña la mira, y algo ve en Mirta, porque le sonríe a su madre, se calla, y entrega su pequeño y delgado brazo a la enfermera, mientras con la otra acomoda su largo cabello lacio).
Cuando Mirta comenzó primer grado, se mudaron a otro hotel. La panza de su mamá estaba enorme; y ella trabajaba limpiando la casa de la esquina. Elvira siempre le contaba a Mirta, como letanía, que las hijas de la dueña de la casa dejaban las bombachas tiradas en el piso, y que ella debía recogerlas, y que debía rasquetear el piso arrodillada, porque así se lo exigían. Es el único modo de que los pisos queden limpios, le han dicho. (Mirta no se asombrará ante la repetición casi exacta de la situación en lo que le cuenta la madre de su suegra, de noventa años, un mes antes de morir, en 1979: la mujer es joven aún en su relato, limpia el piso arrodillada, y de pronto cae desmayada, en medio de un charco de sangre, que le harán limpiar cuando vuelva en sí. Entretanto, su marido estaba a la cabeza de la partida que perseguía a Juan Moreira en la provincia de Buenos Aires. Y cuando regresaba, cada dos o tres días, tenía mucho cansancio, pero no tanto como para no propinarle la paliza del encuentro. Mirta recuerda los labios de la anciana relatando su juventud, y el temblor de los bigotes ralos sobre la boca desdentada).
Ah, sí, repite su madre, rasquetear a fondo, y el problema es esta panza, dice, tomándole la mano para cruzar la calle. Menos mal, Mirtita Amanda, que nos dan la leche y el pan que sobra en la escuela. Y menos mal que la escuela queda cerca, agrega. Y allá van, la madre y la hija, a buscar el pan de ellos de cada día. Durante el lapso que le otorgue esa cuadra, Mirta intentará convencer a su madre de que por favor, por favor le haga el dibujo del Día de la Madre, vos mamá que dibujás tan bien las flores, por favor, por favor. Y su madre hará ese fin de semana un corazón primoroso de pequeñas flores, que pintará con esmero, sacando un poco la punta de la lengua durante la tarea. Y en el medio del corazón hay una mamá y una hija que se abrazan. Mirta está en primer grado, y la maestra considera que el dibujo merece el cuadro de honor del mes. Y ahí quedará el dibujo de su madre en el Día de la Madre, en cuadro de honor. Te dije, mami, que vos dibujás bien las florcitas. Pero Mirta mentía, a ella lo que le gustaba era que su mamá pintaba todo de rosa, celeste, beige y amarillo claro. Le gustaba porque su mamá le daba a todo un tono pastel.
Cuando se mudaron de Capital a Ezeiza, lo primero que Mirta vio fue la niebla. Ella nunca había visto niebla. Neblina. Nunca supo la diferencia, niebla, neblina. Un vapor denso se levanta de los pastos. Estos pastos no eran el pastito de la plaza cerca de Platense ni del parque cerca de River ni siquiera era el pastito miserable de la calle Republiquetas. ¡Acá sí que había pasto para los Reyes Magos! Lo que Mirta no sabía era que los Reyes Magos no existían, que nunca habían existido, pero que sobre todo casi nunca habían existido para ella, y que era inútil reclamar derechos de los niños o fruslerías por el estilo. ¿Derechos de los niños? Nunca se le hubiera ocurrido que existía tal cosa. Pero ella igual ese año les puso pastito, y vaya que les puso pastito. Había pasto por todos lados. Los camellos podrían engordar a gusto. ¿Querían pasto? Acá tienen pasto. Los Reyes Magos ese año le trajeron un balde de mantecol. No era poca cosa. Comió el balde de mantecol sin prisa pero sin pausa. El reflujo de asco le duraría toda la vida, pero el hambre se le quitó por casi dos días, y se sintió con tantas náuseas que hasta se le olvidó cazar mariposas, su principal tarea en las siestas del campo, cuando el calor era insoportable.
Su mamá la mandaba a la mañana temprano a buscar la leche del tambo. Mirta se sentía Heidi caminando por un sinuoso sendero lleno de bosta de vacas (directo y sin escalas, del asfalto y los ruidos de la Capital a los pastos del sur bonaerense, Heidi no lo hubiera hecho mejor). Los mugidos se sucedían a derecha y a izquierda, y las vacas la miraban interrogantes. Mirta cantaba a los gritos: “La guitarra en el roperooooooo/todavía está colgadaaaaaaa”, y la chillona voz de sus seis años rebotaba contra los árboles y deshacía la neblina matinal. Una vez que don Antonio, o a veces un peón, llenaban la lechera, directo de las ubres, regresaba. Al regresar el repertorio era “Sapo cancionerooooooo/sapo de la noche/que pasas cantando /junto a tu lagunaaaaaa”, y las patitas flacas chapoteaban a propósito en algún charco de aspecto non sancto. Si había un pozo llamativo, dejaba la olla a un lado, se agachaba y observaba. Una vez vio un escuerzo, y comenzó a molestarlo con un palo. El animal se hinchaba cada vez más, Mirta lo observaba con la boca abierta, y de pronto el animal orinó hacia arriba, y el pis amargo fue derecho a la boca, sin darle tiempo a Mirta a que la cerrara. Su madre jamás olvidaba contar la anécdota al menos una vez al mes, a quien quisiera oírla.
A veces Mirta desarmaba hormigueros a su paso, al principio con un palito y cuando pasaron los meses y aumentó la confianza, directamente con el pie. Las hormigas coloradas eran muy rápidas, con ésas había que tener mucho cuidado. Era maravilloso observar la rapidez con la que reconstruían la montaña mágica, y llevaban sus huevecillos traslúcidos a un lugar seguro. Así son las madres.
El Negro Lucho era quien había aconsejado a la familia mudarse a esa zona. El vivía allí, en la esquina, con Ema. Lucho tenía veintisiete años y Ema, cuarenta y ocho. Ema tenía una hija de doce años, Emita. Siempre se reconoció en el barrio que Lucho educó a Emita como a una hija, y la cuidó hasta que ella se casó. Más o menos para la época en que Emita se casó, Lucho, separado de Ema desde hacía dos años, conoció a una mujer de su edad, una rubia brasileña. Lucho, que ya no vivía allí, y había alquilado su casa a un joven matrimonio, fue a visitar a la madre de Mirta, con su nueva pareja. Mirta oía fascinada cómo la mujer decía: “Eu gosto da cozinha”. Ese mismo año, Lucho pasó a saludar antes del 31 de diciembre, y comentó, riendo con todos sus dientes, y con su voz de buen tipo, que su esposa le había obsequiado una sorpresa en Navidad: corriendo un cortinado, hizo salir de allí a sus siete rubios hijos, que ágilmente abrazaron a Lucho al grito de “!papá!”. Lucho lloraba emocionado ante tanta paternidad súbita, y Elvira sonreía de costado ante el relato.
Mirta miró a Lucho, luego a su madre, y tomando el libro que había dejado en el pasto, a su lado, para oír la historia, continuó escribiendo:
Si este libro se me pierde
como suele suceder
le ruego al que lo encuentre
que lo sepa devolver
no es de oro ni de plata
ni de la hija de un rey…
Su hermana, que miraba la tarea por encima del hombro de Mirta, soltó una carcajada burlona. Mirta tiró el cuaderno y la lapicera y salió corriendo detrás de la risa restallante.
El caldo de pata era habitual en la mesa de la familia, y el día en que Mirta cumplió siete años no fue la excepción. El marido de su madre trabajaba en un frigorífico, y a veces traía algo para cocinar. A veces traía un nonato baboso, que asaban. Otras veces, traía la pata de una de las vacas que habían matado ese día. La madre de Mirta sacaba los pelos que estaban aún adheridos en la pata, la quemaba y ponía el agua a hervir en la olla grande. (Era fascinante ver los pelos negros, los pelos blancos, los pelos grises, la pezuña gris, y la rosada carne que se dejaba ver saliendo del hueso). El olor de los pelos del cuero de la vaca envolvían toda la casa y llegaba a las casas vecinas. Echaban la pata adentro de la olla y agregaban sal. Cuando la olla comenzaba a largar vapor, un caldo amarillo y grasiento tomaba cuerpo. Era un caldo con gusto a nada. Mirta y los tres hijos que su madre había tenido con el marido tomaban disciplinadamente el caldo. Si había suerte, ese día comerían también tortilla de papas. Si había poca suerte, sólo el caldo. Y si había menos suerte aún, comerían el caldo a las cuatro o cinco de la tarde, de tal manera que sirviera como almuerzo y como cena. A las seis, a dormir. El hambre se maneja mejor cuando estás quieto y sin gastar energía inútilmente.
Varias veces por semana comían puré con huevos fritos. Eran los días en que comían bien. Hoy comemos bien, decía la madre. La infancia es a veces el lugar de los huevos fritos y el puré. A veces, el del puré de papas con pedazos de hígado. A veces, el de un poco de picadillo. (Usualmente uno no piensa en su infancia en comer alas de ángel fritas, pero alguna vez todos tenemos que tomar, una vez más, caldo de pata, y uno espera algo así como fritanga de alas de ángel en el aceite viejo de la sartén de la niñez. Pero no. El caldo de pata sigue teniendo gusto a nada.)
Las ráfagas del viento del campo golpean a Mirta en la cara, y
Pedro, en la sobremesa, cuenta a la familia acerca de su niñez:
–Mi mamá me decía que no tenía que faltar a la escuela –el hombre se atusa el bigote al hablar– pero yo siempre me escapaba en el camino. Es que me gustaba hacer puentecitos para las hormigas. Donde veía una filita de hormigas llevando hojas, me acercaba despacito, separaba la fila, echaba agua en la tierra. Las hormigas se volvían locas, daban vueltas, buscaban, entonces, yo ponía palitos sobre el agua y armaba un puentecito, y hacía que algunas hormigas pasaran por ahí, y después pasaban todas. Un día mi vieja supo que estaba faltando a la escuela, y me dio una paliza bárbara con un cinturón. Las clases estaban por terminar y ella me gritaba que ya vería yo lo que era bueno, que pidiera nomás a los Reyes Magos –el hombre hace una larga pausa–. En enero hice la carta. Mi vieja se reía y me decía “no te olvides de poner los zapatitos”. El día 5 de enero a la noche puse agua, pasto, y puse los zapatos. A la mañana me levanté corriendo –Mirta miró al hombre porque ya lo había escuchado narrar varias veces esta parte de la historia.
Buscó en la cara algún signo de dolor, pero no lo halló. El marido de su madre remató la historia con una carcajada–. Los zapatos casi no se veían, estaban tapados por la bosta de vaca que los Reyes Magos me habían dejado! Me regalaron una redonda y enorme cagada de vaca! –remató, riendo a las carcajadas y golpeándose la pierna con una mano mientras se secaba las lágrimas con la otra.
Eva, la joven y hermosa vecina, era rubia. El verano ardía en el barrio. Dos o tres veces por semana estacionaba frente a la casa de la esquina, que ella le alquilaba al Negro Lucho, un auto verde. El vehículo desentonaba con la calle de tierra. El barro de los días de lluvia se secaba en la cuadra de una manera especial, cuarteando la tierra en largas y profundas arrugas. El agua de las zanjas nunca terminaba de secarse demasiado. El hombre, joven y vestido con saco y corbata, bajaba del auto. Las ventanas de la casa de Eva se cerraban y la casa se abría recién cuando empezaba el fresco de la tarde. El marido de Eva llegaba a la noche, con su bolso de trabajo al hombro, la camisa adentro del pantalón, y la delgada figura se veía agobiada, aun a lo lejos.
Eva tenía una sonrisa hermosa, pecas en la cara, cabello largo, rubio y con rulos enormes, y una juventud plena, colmada de pensamientos infantiles. Una tarde, Eva le pidió a Mirta un poema. Mirta quiso saber qué clase de poema. De amor, sonrió la joven. Mirta le dio el poema que había escrito el día en que cumplió once años. La semana siguiente, Eva le contó que le había obsequiado el poema a su amante, y que él, asombrado, le había preguntado si realmente ella había escrito eso. Humedeciéndose los labios, Eva le dijo a Mirta que la respuesta fue “sí”, y Mirta se dio cuenta de que Eva estaba nuevamente respondiéndole al hombre. La miró, pensando que Eva era un lindo nombre, y que cuando tuviera una hija le pondría Eva. (Quiso llamar Eva a Silvana, pero el marido se opuso, y cuando regresó del Registro Civil le anunció a Mirta que la niña se llamaba Silvana, porque Casandrita y Silvanita suena bien, le dijo. Mirta mirará a su beba y pensará que para ella siempre será Eva).
Noche de verano. Comida con los vecinos. Sacaban la mesa al patio, y cada familia traía su mesa y sus sillas, sus platos y sus cubiertos. Vino Peñaflor rosado en la mesa. Empanadas tucumanas, empanadas salteñas, empanadas santafesinas. Y la discusión de siempre.
–¡Las empanadas salteñas no llevan papa!
–Sí, llevan!
–No, llevan pasas de uva y aceitunas, pero no papas.
–Y son fritas.
–Yo las hago al horno, así no caen pesadas.
–Usted las hará al horno, pero en Salta no se hacen al horno.
–Además, tiene que ser con grasa de pella.
–Pero no conseguí.
–Ah… eso es diferente.
–¿Si no tienen comino son empanadas salteñas?
–Si las hace un salteño, son salteñas.
–Mire, m'ija, si usted le pone cebollita de verdeo y le pone la carne cortadita a cuchillo, es empanada salteña. Pero tiene que ponerle papa cortada chiquita, si no de qué empanada salteña me habla.
–Y pimentón lleva.
–Bueno, pero todo eso es lo que llevan las empanadas tucumanas
–Sí. Pero no llevan papas las tucumanas, llevan aceitunas.
–Mire, una cosa le digo, si usted no hace las empanadas con el agua de Tucumán, no son empanadas tucumanas, el gusto no es el mismo
–Y llevan cebolla y llevan morrón. Y orégano y ají molido.
–Y qué les dije, las empanadas salteñas llevan papa, las otras no.
–Mire, no sé –dijo la madre de Mirta terciando en la conversación–, pero las empanadas santafesinas se hacen con cebolla de verdeo y sardinas.
Todos la miraron de manera poco aprobadora.
–¿Sardinas? ¿Usted dice sardinas de la lata?
–Sí –dijo la mujer, muy suelta de cuerpo, mientras comía su segunda empanada, salteña o tucumana, pero no de las que ella hacía.
–¿Y las que usted hace son santafesinas?
–Yo soy santafesina –respondió la mujer con la boca llena, y asintiendo mientras arqueaba con seguridad las cejas, como si su respuesta tuviera alguna lógica.
–Mire, Elvira, la mejor empanada es la de humita, vea.
–Ah, no sé, eso de rallar choclos es mucho trabajo –sentenció la dueña de casa. Y agregó–: A mí me gusta hacer asado.
–¡Pero doña Elvira! –el vecino tucumano la miró desaprobadoramente–. ¡El asado es cosa de hombres!
Elvira se limpió la boca con una servilleta, tomó un poco de vino y le dijo a su interlocutor:
–¿Quiere otra empanadita, don? –y agregó– ¿Hay postre?
–Trajimos achilata –dijo el hombre, conciliador.
–¿Achilata? –mi madre enarcó nuevamente las cejas.
–Helau de agua –abundó el vecino.
–Chúmbale, chúmbale –la vecina salteña azuzó a la perra de Mirta.
–¿Por qué no va y se corta un poco esas crenchas m'ija? –increpa la vecina tucumana a su hija.
–¡Chúmbale! –insistió la niña.
–Basta –le dije–, ¿no ves que se va a meter en el agua y le puede hacer mal andar toda mojada?
–¡Pero si esa piletita es pampitaaaaa!–retrucó la pequeña–. ¿Qué no que han traído achilata, papi? –agregó mirando a su padre y cambiando súbitamente el foco de interés–. ¿Puedo agarrar unito?
–No –dice la madre–. Hace chui para helado, y usted no está bien de la garganta m'ija.
–Pero la niña puede comer alfeñique.
–Mejor que tome jugo, que está chullo.
–Pedo machazo se va a agarrar con el jugo –todos rieron ante la intervención del vecino salteño–. Chango, vaya y vea si hay más vino en las casas –agregó el hombre, dirigiéndose a su hijo mayor.
–Velo al niño que obedientito ques –dijo la abuela del niño, sonriendo con aprobación.
Levantaron la mesa entre todos, las mujeres fueron a lavar los platos y los hombres dispusieron un mazo de naipes en la mesa. La madre de Mirta se acercó en ese momento y los increpó:
–Pero cómo. No íbamos a contar cuentos.
–Puej no sé, doña –el hombre se rascó la cabeza–, es que después los changos me andan con miedo a la noche.
–Pueden mandarlos a dormir –la voz de Elvira sonó implacable. La miramos con cara de carneros degollados, y ella agregó–: Pero ellos hoy no van a tener miedo. Nosotros sonreímos de oreja a oreja y nos acercamos al círculo que empezó a formarse.
–¿Quién empieza? –dijo doña Concepción, secándose las manos con el delantal.
–Yo empiezo –dijo don Bravo–. En Tucumán hay un lugar que se llama la Salamanca –el hombre miró lentamente a todos, uno por uno, y a mí me corrió frío por la espalda–. Está cerquita de aunde yo vivía. Mi compadre el Juancho dice que hay otras Salamancas, yo no sé. La cosa es que otro compadre andaba un día por los cerros porque tenía que hacer arreo, así me dijo él, pero a mí me parece que andaba de puro curioso nomás. La cosa es que él se apersonó cerca de la Salamanca –el hombre removió el fuego con un palo, las brasas chisporrotearon e iluminaron su cara–. Escuchó gritos, dice, y como música, y se acercó al borde, porque es un coso así, como un hoyo, profundo, y miró pa abajo, y ¡ánima bendita ni se imaginan qué vio! –Las mujeres y los hombres alrededor del círculo adelantaron sus cuerpos, mi madre pasó el mate dulce a la mujer de al lado, y su marido pasó el mate amargo a un hombre. Los chicos nos miramos. Susana, la amiga de Mirta, estaba pálida. Maite sonreía, pero Mirta conocía su sonrisa socarrona cuando Maite tenía miedo. El relator continuó–. Había ánimas en pena, que gritaban, y saltaban, y bailaban, otras estaban tristes, sentadas en las piedras, algunas levantaron la cabeza y miraron a mi compadre, y en el medio, enorme, largando como humo, ¡viera, estaba el Maligno! Y era enorme, como con unos cuernos, y empezó a darse vuelta para mirar a mi compadre, que ahí sintió un olor juerte como de azufre, viera.
–¡Nooo! –se escucharon las voces de algunos de los vecinos, casi en un susurro involuntario.
–Y mi compadre ahí nomás se llevó la mano al cuello, pero no tenía el rosario, ¡madre de Dios! Salió corriendo como alma que lleva el diablo, se montó al caballo y no paró hasta llegar a las casas.
–¿Y qué pasó?
–Pues nada, vea, él quedó paralítico, y casi apenas habla ahora.
–¡Pobre! –el murmullo de las mujeres acompaño el chisporroteo de la madera y el sonido del agua cayendo de la pava en el mate.
–¿Será que su compadre quería firmar pacto con el Diablo? –la pregunta no pareció tomar por sorpresa a nadie.
–No sé, vea… los dueños del ingenio, esos sí seguro que tienen pacto con el Diablo. Le digo porque yo mismo, con estos ojos, vi al familiar.
–¿El familiar? –preguntó Elvira.
–Sí, doña, el familiar. Es un perro grandote, negro, con ojos como de fuego, y es el mismísimo Satanás. El familiar se come a uno, o más de uno, vayuno a saber, cada año, porque los dueños del azúcar han hecho el pacto.
–¡Ah! –creyó comprender Elvira–. El lobizón dice usted.
–No, doña Elvira, el lobizón es el séptimo hijo varón, y cuando hay la Luna llena, el pobre hombre se convierte en lobizón. El primo de la Mechi era lobizón, eso lo sabíamos porque tenía el mal color en la cara, y se indisponía del estómago siempre.
–En Santa Fe está el duende –aportó Elvira, esponjándose el cabello–. Si los chicos no van a dormir la siesta, aparece el duende. Es petiso, orejudo y tiene un sombrero grande. Los pies son enormes. A mí me dijeron que podés espantarlo con caca, entonces me escapaba a la siesta a jugar y llevaba un pañal sucio, siempre. Nunca lo vi. Debe ser que olía el pañal…
–¡Vaya con doña Elvira! –rieron todos, mirándola suspicazmente y con incredulidad.
–Yo vi a la mulánima –intervino una de las mujeres.
–Y yo a la novia –dijo otra.
–Esperen, esperen, voy a calentar el agua del mate dijo mi madre.
Susana y Mirta respiraron aliviadas y se levantaron para servirse un vaso de jugo.
–Mirta, ¿vos creés en esas cosas? –dijo Susana.
–Qué sé yo –responde Mirta, complaciente y sin pensarlo demasiado.
Maite agrega:
–Nada de eso existe.
–¿Y por qué tenés miedo? –replica Mirta.
–No tengo miedo –se encrespa la adolescente.
Susana mira a Mirta y sonríe, haciendo de tal manera que Maite no pueda dejar de verla.
Cuando la familia de enfrente se va ya son más de las dos de la madrugada. Mirta pregunta a su mamá si no tiene alguna historia para contar. La madre le pasa otro plato para secar, y mientras hunde las manos en el agua jabonosa le dice:
–Sí. Tengo una historia, pero ¿no te la conté? ¿No te conté de cuando me tuve que comer dos kilos de naranjas?
La mujer se ríe con ganas, pero Mirta no entiende qué tiene de gracioso comerse dos kilos de naranja, y le dice a su madre que no, que no le ha contado eso.
–Pero mamá… ¿es una historia de aparecidos?
–Podría ser –dijo la mujer, mirando la pared–, podría ser… Mi mamá murió cuando yo tenía nueve años, y mi papá nos regaló a los vecinos, un hermano acá, otro hermano allá… La cosa es que a mí me tocó que me regalaran a una vecina que tenía varios hijos. A ella le venía bien tenerme en la casa, le daba una mano, lavaba la ropa, baldeaba los pisos. Había mucho trabajo para hacer, Mirta… Un día yo tenía tanta hambre que me puse a comer una naranja a escondidas, pero la mujer me vio, y me mandó a comprar dos kilos de naranjas. ¿Y sabés qué? Me las hizo comer una detrás de la otra, con cáscara y todo – la risa de la mamá de Mirta remueve el aire, choca contra la puerta de la cocina y se pierde en el patio–. Esa noche yo volvía de hacer mandados y escuché, patente, la voz de mi mamá. “Silvana, Silvana…” (mi mamá siempre me dijo por mi segundo nombre”). Me desesperé por abrir el portón, me temblaban las manos, no quise darme vuelta, pero estoy segura de que era mi mamá.
–¿Cuánto tiempo hacía que tu mamá había muerto, mami?
–Dos meses.
–Ah…
La mujer se queda pensativa y Mirta la mira. La nariz afilada, la tez olivácea, el cabello recogido. Tiene veintinueve años, pero parece una vieja, y Mirta sólo la recuerda así, como una anciana, siempre. Hay una foto en la que su madre tiene veinte años, la mirada altiva, el cabello teñido con claritos, la boca plena. Cualquiera diría que la mujer había sido muy linda. Y así fue. Su belleza le hizo ganar dos concursos en los carnavales de Buenos Aires, disfrazada como Blanquita Amaro –Mirta tuvo su segundo puesto una vez, a los dos años, disfrazada de la Hormiguita Viajera–. Pero algo sucedió en estos siete años, y la mujer se convirtió en anciana. (Tiene ya la misma cara que tendrá en el ataúd, en febrero de 1999. Las manos como ramas resecas, esculpidas por el trabajo impiadoso del reuma, la piel manchada por los corticoides, el cabello finito, escaso y ralo. Y la fuerza y la risa ante los dos kilos de naranjas con cáscaras).
Mirta se levanta medio dormida cada mañana, muy temprano, y ve como sale el sol. Se refriega los ojos, se tira el cabello para atrás. Sale. Tiene frío, siempre tiene frío aunque sea verano. Toma el jarro con agua, lo pone en el pico de la bomba de agua. Bombea varias veces hasta que el agua de la napa decide subir, llamada por el agua del jarro. Se lava la cara. Pone la radio en el árbol, sintoniza Radio Colonia y sube un poco el volumen. Se deja caer apoyándose en el tronco del árbol, mientras escucha a Julio Sosa entonar:
¿Quién fue el raro bicho
que te ha dicho, che pebete
que pasó el tiempo del firulete?
Por más que ronquen
los merengues y las congas
siempre fue tiempo para milonga.
Vos, dejá nomás
que algún chabón
chamuye al cuete
y sacudile tu firulete,
que desde el cerebro al alma
la milonga lo bordó.
Es el compás criollo y se acabó.
–Mirtaaaaaa– llama su madre –¿pusiste agua para el mate cocido?
–Sí, mamá –responde entre dos bostezos–. Para el mate también –adelanta la respuesta.
Toma el mate cocido, barre el patio, y para ir a la escuela sale siempre media hora antes de lo necesario, porque debe pasar a buscar a sus amigas españolas, y ellas casi nunca están despiertas. Hacer que se levanten es una tarea titánica, que a Mirta le causa mucha risa. Sobre todo cuando debe ayudar a Maite a sacarse las plumas de la almohada del cabello.
Mirta regresaba de la escuela pasado el mediodía. Y ese día le pareció que era como si fuera cualquier mediodía –pero ninguno lo es–. Hacía calor, no demasiado, porque octubre regala su calor tarde en Buenos Aires. Había mucha humedad, y el pasto tenía rocío hasta bien entrada la mañana.
Al llegar a su casa, Mirta tomó el diario sin quitarse el uniforme. En la tapa había una foto, y desde ella la mujer de ojos enormes y algo tristes miraba hacia lo lejos, una pierna estirada hacia el infinito, las manos intentando atrapar un sueño escurridizo, la cintura apenas sostenida por el hombre. La noticia decía que Norma Fontenla, bailarina del Colón, había muerto. Un avión había caído al Río de la Plata. Norma Fontenla y José Neglia estaban muertos.
Hacía dos semanas que Mirta había cumplido quince años. Leyó dos veces los dos párrafos. Los bailarines no deberían morir. Los artistas no deberían morir, se oyó decir. Recortó la noticia con la tijerita de mango de plástico anaranjado, y fue a buscar su diario, escrito en un cuaderno pequeño, de tapas blandas. Pegó la noticia con cuidado. Releyó “José Neglia, Norma Fontenla, Margarita Fernández, Carlos Schiaffino, Rubén Estanga, Martha Raspanti, Carlos Santamarina, Sara Bochkovsky y Antonio Zambrana”. Repitió los nombres mientras masticaba el sandwich y sorbía despacio la sopa. Su madre le dijo algo. Ella replicó mecánicamente. (Quizá fuera el mismo modo mecánico con el cual, treinta años después, levantaría la cabeza para ver pasar ardillas por los tendidos de cables, muy al norte, muy lejos, muy lejos del corazón, muy lejos del corazón de la infancia). Volvió hacia atrás las páginas de su diario hasta llegar al mes de julio, y allí estaba la cara de Chamico, y Conrado Nalé Roxlo la miró, oculto tras sus anteojos. Ella sonrió y le dijo a la foto del poeta muerto: “Música porque sí, música vana/como la vana música del grillo; mi corazón eglógico y sencillo…”. Mi corazón eglógico y sencillo… se ha despertado, se ha despertado grillo. “Qué sencillo es, a quien tiene corazón de grillo, interpretar la vida esta mañana!” Qué sencillo, qué sencillo. Se secó las lágrimas que le mojaban la cara. Su mamá se acercó y le preguntó qué le pasaba. Ella le dijo que le dolía la panza. Qué sencillo. Qué sencillo. “Carpintero/haz un féretro pequeño/de madera olorosa/se nos ha muerto un sueño/algo que era entre el pájaro y la rosa”. Qué sencillo. Morirse en julio quizá sea sencillo, morirse en octubre es contrario a las reglas del sol, de los cumpleaños, de las risas y de los maratones de canciones nocturnos. El poeta muerto en julio, la bailarina muerta en octubre. Muchas muertes que Mirta sentía cercanas, mucha muerte para los quince años.
Mirta se aflojó la corbata del uniforme y le dijo a su madre que sólo lloraba porque le dolía la panza. Ella sabía que debería tragarse el té de orégano por haber mentido. Té de orégano es lo que deben tomar las mujeres de quince años cuando son mentirosas. Su madre insistió, ¿le había ido mal en la escuela acaso?, ¿algún problema con alguien? No, mamá, con nadie. Entonces te hago té de orégano. O sea que el té de orégano era también para las personas de quince años que decían la verdad. (“Son sus ojos tan viejos, tan viejos/que no puede encontrar el camino… )
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