QUIERO ENCONTRAR A MIS DESAPARECIDOS
Un silencio abrumador
Por Laura Bonaparte*
Hoy es miércoles. Apuntaba a ser un día como todos cuando alguien de un país del continente asiático pide hacerme una entrevista. Es un periodista de una cadena de TV. Me vestí un poco más arreglada que de costumbre. Elegí ropa, casi automáticamente y, como de costumbre, me vestí de negro, me calcé los zapatos también negros, de tacones. Vendrían con un hombre que había estado exiliado y a quien yo no conocía personalmente, sólo de nombre.
Iba a comenzar este testimonio recordando que todos mis hijos formaban parte del coro del profesor Shultis, de Castelar. Pero Noni, Aída Leonora, además de ser pianista, era la mezzosoprano del coro. Su voz era de un timbre cálido, limpio y de amplio registro. Además, ella era la campeona de truco del Colegio Nacional de Morón. Y luego seguí contando que mi hijo mayor tocaba la guitarra, era tenor en el coro, como mi hijo Víctor, que estudiaba violoncello, y mi hija Irenita, soprano, y su instrumento era el arpa.
Pero Irenita era una realmente dotada para la cerámica. Ella hizo su bachillerato en la Escuela de Cerámica. Su escultura, El despertar, obtuvo la mención en la Primera Exposición Internacional de Cerámica que se hizo en este país. Resalto esto porque todos eligieron lo que ellos querían hacer. Mi casa era una fiesta.
Mientras el fotógrafo preparaba su cámara, algo conversé con este señor. El se presentó con un “¿te acuerdas de mí?” y casi sin darme tiempo a responder no, no me acuerdo, comenzó a recordar él, con enorme cariño no sólo a Noni sino que también habló de Adrián Saidón, pareja de Noni, al que le decíamos Cacho y padre del hijo de ambos. No fue mucho lo que habló. Se refirió, muy emocionado, sólo a una única situación, el momento del asesinato de Cacho el 24 de marzo de 1976. A Noni, mi hija, pareja de Cacho, y mamá del bebé, la habían matado el 24 de diciembre de 1975. Cacho había alzado el bebé que había tenido con Noni, único hijo de ambos, y se fue a vivir con otros compañeros en Avellaneda. Estaban todos juntos compartiendo una casa antigua pero lo suficientemente grande como para estar todos como una familia. Cacho estaba clandestino. El pensaba que si le pasaba algo, si caía preso o si no volvía, el bebé quedaría bien cuidado por las compañeras y los compañeros. Y las compañeras y compañeros aceptaron con todo el amor que les tenían a Noni y a Cacho. Bueno, pues este señor, ahora de algo más de cincuenta años, era uno de los que habían alquilado la casa de Avellaneda. El era uno más de los que compartían la vivienda con Cacho y su bebé recién nacido. El hombre que llegó a mi casa habló de lo que yo ya sabía, de cómo lo habían matado a Cacho. Pero él me confirmaba aquello que el papá de Cacho también me había contado. Su testimonio era auditivo. No vio nada. Sólo escuchó los estampidos.
Cacho había salido a comprar facturas para el mate. Eran las siete de la mañana del día del golpe y debía llevar a su bebé al hospital para que le revisaran el oidito. Por eso se había levantado más temprano que de costumbre, tomaría unos mates y luego partiría con su bebé al hospital. Salió bastante temprano a comprar las facturas. Antes de llegar a la puerta de su vivienda con la bolsa de facturas en la mano, calentitas las medialunas y las bolas de fraile, algunos churros, en fin, las necesarias para compartir el mate con los compañeros.
Al pisar la primera baldosa de la vereda de su casa, se dio cuenta de que un coche de la policía seguía sus pasos. Con la bolsa de facturas en una mano, pasó por la puerta de su casa, decidió no entrar y seguir caminando, pasar de largo, como si su vivienda quedase en alguna otra cuadra y de esa manera salvar a su hijo y a sus compañeros. Estaba ya a una cuadra de su casa, el coche con los genocidas apuró y desde ese lugar dispararon todas sus armas sobre él. Sabía por el papá de Cacho que su espalda había quedado perforada por múltiples disparos.
El hombre joven que estuvo con los coreanos filmando, en mi casa, confirmaba, no había visto, pero sí oído, él sólo había oído, los atronadores, múltiples disparos. Automáticamente rodearon al bebé de su compañero, envolviéndolo en un abrazo. Cacho les había salvado la vida a su bebé y a ellos mismos, sus compañeros y ellos todos juntos, rodearon al bebé.
Hace de esto 29 años. Sin embargo todo me pega como reciente. A veces pienso que aunque no lo reconozca sigo esperando a mi hija, a su compañero, con los brazos ocupados por su bebé. Han pasado 29 años de este tan brutal episodio. El bebé al que su padre le salvó la vida ya es un joven hombre. Es bello y generoso. Y muy inteligente. Es hijo de esa pareja de jóvenes, ambos de un altruismo enorme. Para mí el pasado y el futuro hubieran quedado fuera del tiempo, suspendidos, en una mirada o en horribles estampidos. Este es otro tiempo, medible de otra manera. Un tiempo que repentinamente se hace tan actual, que insiste en la confirmación del recuerdo. Es que el recuerdo terriblemente doloroso, con otro dolor, es también por la confirmación que aquello, el acto infame de la matanza brutal, efectivamente existió. Seres que existieron para vivir y para que otros vivan.
Nunca he dejado de pensar en el relato minucioso, lo necesitaba en ese entonces, que don Alberto, el papá de Cacho, me había contado. El tuvo dos versiones: una, la de los policías cuando le indicaron el lugar donde su hijo iba a ser enterrado, en uno de los cementerios. El vio el cuerpo de su hijo, no alcanzó a contar los orificios de las balas, cree que eran más de veinte. Cubrió lo que quedaba del cuerpo de su hijo con la sábana. Y cerró la caja y lo llevó solo con su pena al cementerio. El otro relato es el de los compañeros de su hijo que escucharon, dentro de la vivienda, la brutal masacre.
No deja de asombrarme ese énfasis casi fanático por conocer toda la verdad. Tal vez espero que alguien, con el mismo énfasis, me diga: Laura estás equivocada; tus hijos viven, nadie murió, la gente no es tan cruel como creés, dejá de pensar mal de la gente, los militares no eran así como aparecen. Quiero fanáticamente abrir este deseo y meterme en él como ocurrió con la cueva de Alí Babá y encontrar allí a todos mis desaparecidos, darles un abrazo, sacarlos de esa oscuridad del enterramiento tan canalla, tan clandestino, y realizar el proyecto de mi familia, recuperar el canto, el tallado en la piedra, la risa, la música.
El silencio es abrumador.
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