miércoles, octubre 26, 2005

Stella Accorinti, SOCRATES, capítulo 8

LA CONDENA

Es de noche. Los atenienses caminan hacia el ágora. Las antorchas iluminan las caras, la ropa, las calles. Los esclavos caminan delante de los ciudadanos, iluminando los pasos de los que se dirigen al juicio. Las angostas calles se ven desbordadas por una multitud de miles de hombres. La mayoría aspira a ser juez en este evento, y muchos se han inscripto en el sorteo. Los esclavos extienden las cuerdas bermejas, brillantes de pintura fresca, para organizar las largas filas. Un aire de efervescencia agita el aire, se oyen risas, los hombres se empujan los unos a los otros.

–Juzgarán culpable a Sócrates –la opinión se repite a lo largo de las colas–. Muchos se sienten tontos ante él, y será la actitud vengativa la que prime en el juicio… Muchos temen sus preguntas y se han sentido descolocados ante él, como si fueran menospreciados, como si nunca hubieran pensado antes de encontrarse con Sócrates. Esa gente no perdona… Le harán pagar muy caro lo que ha hecho estos años en el ágora.

–¡Que lo condenen! ¡Sócrates es demasiado presuntuoso! Cree que sabe más que los demás, su orgullo es desmesurado–opinan otros.
–¿Sócrates? –le responde una voz– ¡Pero si ha dicho que no sabe nada!
–¡Ahí está el problema! –se oye otra voz–, eso es una burla: trata a los demás como más ignorantes que él, que es ignorante. ¿Qué es peor que ser ignorante? El quiere decir que al lado de él no somos nada. Él nos insultó, tiene que pagar por eso. Tiene setenta años, ¿hasta cuándo seguirá la burla? Si por mí fuera, ya hubiera sido condenado al ostracismo. El viejo hubiera cosechado muchas ostras, se los aseguro. Es extraño que nunca haya tenido que poner sus pies fuera de Atenas por exceso de ostrakones empujándolo.
–Vaya –agrega otro de los presentes–, hubiera sido bueno juntar una buena montaña de ostras con su nombre. Y hubiera sido una tarea fácil, cómo es que no se le ha ocurrido antes a nadie. Vaya viejo con suerte. Sólo teníamos que juntar seis mil nombres grabados en las cerámicas, y ya lo hubiéramos visto cómo tenía que decir adiós a sus parientes y a sus amigos y colocar sus pies en el camino que sale de la polis.

De pronto, aparece Sócrates. Camina lentamente, apoyado en su bastón de siempre, vestido con la ropa de costumbre. Sonríe mientras saluda, y muestra paz en su semblante. Su cara es la misma de cuando está reunido con sus amigos, pero se dirige a un juicio en el que se lo acusa de impiedad. Camina ligeramente encorvado. Se oyen murmullos de desaprobación en algunos, otros se remueven incómodos. Sócrates asciende las escaleras hacia el tribunal y se sienta a la izquierda del arconte-rey, y espera.

–Heliastas –dice el canciller del tribunal–, vosotros sois los elegidos por el azar. En la urna de mármol han quedado quinientos nombres. Miles de ciudadanos se habían anotado para ser jueces. Vosotros, para bien o para mal, habéis sido elegidos por la piedra blanca. La urna de mármol ha dejado aparte los nombres del resto, y ha entregado los vuestros. Ha de ser juzgado Sócrates, el hijo de Sofronisco en este juicio. La acusación ha sido colocada por Meleto en el Pórtico. Escuchamos al acusador. Tiene la palabra Meleto.

Meleto sube a la tribuna del acusador, acomodándose el cabello. Su rostro es altanero pero a la vez tiene en su expresión un dejo de desagrado, no se sabe si por lo que está haciendo, o hacia Sócrates.

–¡Jueces ! –dice el joven–, yo, Meleto, hijo de Meleto, acuso a Sócrates de corromper a los jóvenes, incitándolos a pensar sin guía, desordenadamente, lo acuso también de no reconocer a los dioses que la ciudad reconoce, de creer en los dáimones y de practicar cultos religiosos foráneos, que infiltran lentamente nuestras ideas y nuestra manera de ser. Por su responsabilidad los jóvenes se vuelven díscolos, y cada uno cree que puede cuestionar las leyes de la polis. De este modo, por su impiedad, se generará lentamente la disgregación de nuestras leyes. Nos quiere hacer creer que es lo mismo la mejor razón que la mala razón, y que todas las razones valen lo mismo.

Se oyen murmullos entre los presentes.

–Yo, Meleto, hijo de Meleto, acuso a Sócrates de meter su nariz en todo cuanto está a su alcance, pero peor aún, en lo que no está ni debe estar a su alcance, el anciano pretende investigar sobre lo que hay bajo tierra y lo que hay sobre el cielo y de discutir con todos y acerca de todo, intentando siempre hacer aparecer como buena la mala razón. Enseña a todos que todas las razones valen, no veo diferencia entre los disolutos sofistas y este Sócrates. Considero que todo esto constituyen graves delitos, y pido a los atenienses que se sentencie a Sócrates a morir, por el bien de la polis y de todos y cada uno de los atenienses.

Sócrates observa atentamente al joven, se diría que incluso con simpatía.
Mientras Meleto prosigue con su acusación, algunos intercambian comentarios en voz baja: "Todos sabemos que Sócrates no cree en los dioses –se oye decir a un joven–, él dice siempre que las nubes hacen llover y no Zeus, y no veo nada malo en eso". "No sé… –duda otro–. Creo que es Aristófanes quien hace decir estas cosas a Sócrates, creo que Sócrates cree más en los dioses que el más piadoso de los aquí presentes… Creo que estamos confundiendo a Sócrates, el anciano aquí presente, con el Sócrates que nos mostró Aristófanes. El de Aristófanes es sólo un personaje, éste que aquí ves es una persona. Creo que se acusa a Sócrates de decir las cosas que Aristófanes quiso que dijera su personaje. Menuda confusión tenemos, atenienses… Y de cualquier manera, si son las nubes las que hacen llover y no Zeus, como dice el personaje de Aristófanes, no quita eso existencia a Zeus, ni es Sócrates menos religioso si él piensa eso".
Varios carraspean incómodos ante las palabras del que hablaba. "¿Sabes –abunda otro– que Sócrates se negó a defenderse con un escrito del mejor orador de Atenas? Él dijo que si debe salvarse engañando a las leyes de la ciudad con argumentos mentirosos, no lo haría, que si algo no es bueno para la polis, no es bueno para él".
Luego de la intervención de Meleto, hacen su acusación Licón y Anito. Han usado su tiempo de clepsidra, al igual que el primer acusador. Es el momento de que hable Sócrates y así se lo hace saber el jefe tribunalicio:

–Tiene la palabra Sócrates, hijo de Sofronisco.

Sócrates mira a todos, se acomoda la ropa, se rasca la oreja derecha un rato, y cuando muchos comienzan a hacer movimientos de impaciencia, el viejo se apoya en su bastón y dice:

–Creo que mis acusadores son persuasivos. Sinceramente lo digo, yo mismo diría que soy culpable si no recordara que no soy los jueces sino el acusado, tan brillantemente han expuesto estos jóvenes… –se rasca la oreja y prosigue–. Un solo problema veo… –vuelve a rascarse la oreja– han sido muy persuasivos, sí, pero lo que dicen son, simplemente, mentiras, no hay nada de verdad en sus bocas–. Un murmullo se levanta como una ola ante las palabras del anciano–. Yo, en cambio, no hablaré para persuadir a nadie, ya que esa no es función de la verdad, sólo diré lo que es justo, y espero que mis dichos sean escuchados así, desde lo justo. Soy un anciano, no actuaré como si fuera un joven que modela sus discursos, sino como un viejo, que debe decir la verdad y enfrentarse a ella siempre. Espero que nadie proteste por mis palabras ni por mi manera de hablar, ya están acostumbrados a oírme en el ágora, no diré nada diferente ni lo diré de modo diferente. Es deber del orador decir la verdad, y del juez, juzgar de acuerdo con la verdad, y no de acuerdo con los modos con los que se habla, ya que si yo fuera extranjero, vosotros respetaríais mi modo de hablar, ya que sería estúpido obligarme a hablar como ateniense. Entonces, espero de oídos justos que juzguen si hablo verdades o mentiras, y no si hablo con florituras o secamente y sin adornos. Este respeto que pido es de justicia, no de tolerancia, como cuando se debe respetar a cualquiera que es diferente de la mayoría. No es tolerancia la palabra, sino justicia.

Hizo una breve pausa y continuó, con la mirada fija en su auditorio:

–Cierta vez, hace ya demasiado tiempo, el oráculo dijo de mí que era yo el más sabio entre los hombres… –Sócrates pareció emocionarse y se apoyó en su bastón con ambas manos–. Mi asombro fue muy grande, atenienses, yo, que nada sé, cómo podría ser el más sabio... Es una larga historia, espero que tengan los presentes la paciencia de escucharme.

Un leve murmullo recorrió el recinto, y sócrates siguió diciendo:
–Traté de entender el mensaje de los dioses, entonces fui a ver a un importante político, de quien todos decían que era sabio, pero discutiendo con él, vi que él no era sabio… Entonces procuré hacérselo entender, y él, por esta causa, me cobró odio. Luego fui a ver a los poetas reputados como más sabios, y ocurrió lo mismo… Fui después a ver a los artesanos, quienes intentaron convencerme de cuán sabios eran en otras cosas… Sólo en ese momento comprendí al oráculo, yo era el más sabio porque era el único que sabía que no sabía, mientras todos pretendían saber mucho, o todo, incluso lo que no sabían. En este camino de búsqueda, los odios de políticos, de poetas, de artesanos y de otros hombres cayeron sobre mi espalda. Y heme aquí hoy, en este juicio.
Se me acusa de corromper a los jóvenes con ideas acerca de la Luna y el Sol, cuando esas ideas están en los libros, que cualquiera de ellos puede comprar en el ágora. Se me acusa de creer en los dáimones y no en los dioses, pero los dáimones son hijos de los dioses. ¿Acaso puedo creer que existe Sócrates pero que nunca existió Sofronisco, mi padre, ni Fenáreta, mi madre? Sólo quisiera que estén aquí acusándome los jóvenes que vosotros decís que yo he corrompido, no veo a ninguno de ellos acá … –Sócrates cambió el peso de su cuerpo al otro pie–. Muchos de ellos hoy son viejos, sería bueno oír las voces de estos viejos de Atenas en este momento. Veo a estos viejos sentados allí, con sus hijos, pero no me acusan…
Sería fácil para mí prometer mi salida hacia el exilio, pero en verdad os digo que no iré al exilio, y que si me dejan en libertad, continuaré haciendo lo mismo que he hecho toda mi vida en el ágora: estimular, preguntar, cuestionar, enseñar, aprender, y haré eso principalmente con los jóvenes, porque son tierra fresca y fértil. Y lo haré con fuerza, con alegría, con pasión, intentando que ellos piensen por sí mismos y se liberen de las cadenas de tomar pensamientos prestados –por no tener los propios– y de la esclavitud del pensamiento que estupidiza. No puedo mentir, les hablo por ello con la verdad.
No es ésta la primera acusación que se me hace, siendo muchos de vosotros niños, ya se me acusaba, y se decía de mí que mostraba como fuerte el argumento débil. Y me acusaban también de investigar las cuestiones celestes, y lo que hay debajo de la tierra. Y con esto, me acusaban de no creer en los dioses, porque investiga este Sócrates, decían, lo que es morada de los dioses, como si los dioses no existieran. Ellos son mis verdaderos acusadores. Ellos os han enseñado a vosotros, durante largos años, que hay un Sócrates impiadoso que no cree en los dioses. Y la enseñanza de tantos años y de tanta gente siempre da resultados. El resultado es éste. El resultado es esta acusación. Me han acusado sin que yo me pudiera defender, en mi ausencia. Al menos vosotros me juzgáis en presencia, y me dais la palabra para que me defienda. De todos mis acusadores, sólo puedo nombrar a Aristófanes. Y de nada le acuso, porque él ha dicho: 'Yo acuso a Sócrates, y me llamo Aristófanes'. El resto ha ocultado su nombre. A Aristófanes lo honra su actitud, me ha acusado, y se ha hecho responsable de su acusación. Los demás son como sombras, que movidas por la envidia y también por el convencimiento que en ellos la envidia y la calumnia han producido, os han enseñado lo que habéis aprendido: que soy impiadoso. Pero nada de eso es verdad, sino sólo el producto de una enseñanza orientada hacia malos fines, que no otros son los de la mentira, la maldad y la bajeza entre los hombres.

Algunos de los presentes se movieron inquietos, pero sócrates continuó con sus palabras como si no lo hubera observado.

–Veamos, en la acusación se dice, poco más o menos que 'Sócrates comete delito y se mete en lo que no debe al investigar las cosas subterráneas y celestes, al hacer más fuerte el argumento más débil y al enseñar estas mismas cosas a otros'. Más o menos en esto consiste la acusación. ¿Qué diferencia hay entre esto y lo que decía Aristófanes, burlándose, cuando hacía aparecer en su obra a un Sócrates volador, diciendo tonterías? En realidad, lo que quiero decir es que de lo que dice ese personaje en esa obra no entiendo nada, ni mucho, ni poco. Aclaro esto porque no quisiera que Meleto me haga una nueva acusación, diciendo que calumnio a quienes saben volar por los aires.
Vosotros sois quienes me oísteis hablar, ¿quién de vosotros será el primero en levantarse y decir, Sócrates, hablabas con nosotros como el personaje de Aristófanes? Si alguien va a hablar con la verdad, que sea el primero en ponerse de pie y decirlo, y tomando una piedra negra en su mano, que me señale con ella y diga todo cuanto tiene que decir.

Sócrates espera unos momentos, en silencio y con la cabeza baja, pero nadie se mueve. Entonces, continúa hablando.

– Pero basta entonces de tanta palabra vana. Ya dije lo que tenía que decir. Nadie se ha levantado para apoyar estas acusaciones. Quien quiera oír que oiga. No apelaré al llanto ni haré entrar a mis viejos discípulos en hileras para inspirar compasión ni haré que entren los hijos de mis antiguos discípulos para que los corazones de los jueces sean movidos a perdonarme. Si consideran que sobre la base de la verdad que hay en mis palabras debo ser absuelto, háganlo, y si sobre la base de esa misma verdad quieren condenarme, háganlo. La responsabilidad es de vosotros, no mía. Pero cuidado, miren de obrar de acuerdo con la verdad siempre. No se dejen cegar por ninguna clase de persuasión, yo tengo a mis tres hijos, podría traerlos acá y mostrarlos, pero sólo por hacer eso, por usar a mis hijos, merecería ser condenado. Jueces, sólo actúen conforme a la verdad y a la ley, siempre.

Las opiniones se oyen, susurradas aquí y allá a lo largo de las tribunas: "Sócrates sólo ha infundido inseguridad entre la gente, no es útil a la polis poner en duda las convicciones de las personas continuamente". "Sócrates es lo mejor que hemos tenido: es pobre, no es político y mantiene imparcialidad. ¿Por eso le mataremos?" "Aja, o sea que el ejemplo es la pobreza, entonces hay que ser pobres." "¿La pobreza es buen ejemplo? ¿Andar todo el día preguntándose qué es el bien, qué es el mal?, ¿se puede vivir así? ¡Eso no es vida! Él dice que es el tábano de Atenas, perfecto, somos los caballos entonces. Observen a los caballos, ellos se sacan a los tábanos de encima, ¿seremos más estúpidos que los caballos dejando vivo a Sócrates?" "Creo que a Sócrates se lo condena por algo que no se dice. Él ha estado diciendo secretos de Eleusis. Él ha difundido muchas cosas sobre los misterios de la diosa, y sobre el kykeon. Creo que también se lo condena porque él no enseña como se debe enseñar. Muchos de sus discípulos usan libros, y no es verdad que no le pagan, hay muchos modos de pagar, y las ofrendas a los dioses son un modo de pago también. Lo particular debe quedar dentro de lo general, y aunque parece que Sócrates enseñara eso, sin embargo, en la práctica vemos la importancia de cada particular. ¿Cómo ha de entenderse eso sino como que es un sofista?" "Pero qué hay de malo en los sofistas? –pregunta un hombre de ojos enormes y sandalias que no son helenas–. No veo que haya algo malo en pagarle al maestro, al contrario, creo que eso hace que yo pueda tener otra relación con él, ya que nada le debo…" "Si la enseñanza es un negocio, ¿qué queda?" –pregunta un anciano escandalizado–. "Queda todo –replica vivamente un joven–. Enseñar es un oficio. El que enseña no es una sibila, y no es bueno que forme parte del Estado. Es mejor que sea él mismo su propio dueño." "Pero es dueño de sí quien maneja sus pasiones" –dice un hombre de frente muy arrugada–. "No –le responde otro–, es dueño de sí quien no depende de nadie en lo económico, así como en ningún otro aspecto." "Pero no es bueno enseñar la retórica…" –musita un hombre, sentado a un costado–. "Es bueno enseñar todo" –replica otro, a su lado–. "Es la palabra la que hace las leyes, crea el arte, inventa los oficios –dice un joven de cabello muy corto–. ¿Por qué no concederle el lugar que tiene y merece?" "¿Pero no ha dicho Sócrates que el que recibe dinero está obligado a cumplir las condiciones bajo las cuales obtiene el salario?" –pregunta un anciano recostado sobre una columna–. "Así es –dice otro,frotándose la barbilla–. ¿Pero quién establece las condiciones de inicio de la educación? ¿El que sabe o el que no sabe?" "Los sofistas son como Jano, miran en dos direcciones a la vez." "Hay verdad en eso. Y es una suerte que los sofistas miren en dos direcciones, y en todas las direcciones posibles –asiente un joven de toga ceñida–. Hay verdad en que el hombre es la medida de todas las cosas. ¿Cómo podríamos tener libertad de pensamiento si así no fuera? Mirar en todas las direcciones nos permite tener libertad de pensamiento." "Hay algo importante en esto –dice el anciano de la frente arrugada–. El empleo de la retórica debe hacerse dentro de los límites de la justicia, y la justicia y la templanza deberían ser enseñadas en forma obligatoria, deben ser parte de la formación ciudadana." "Los seres humanos divorcian pensamiento, lenguaje y acción… ¿Es posible enseñar como dices, anciano?" –pregunta el joven de la toga ceñida–. El anciano sonríe, mira al joven y dice: "Nada es bueno o malo por sí mismo, depende de la dosis. Así es con los fármacos, así es con la educación… La correcta utilización marca el grado de la virtud."
Un hombre que se había mantenido callado hasta ese momento, toma la palabra: "Sócrates adolece de un problema, exceso de razonabilidad, por eso es necesario que muera. El ha revelado secretos de Eleusis, piensa que cada cual puede utilizar el kykeon prudentemente. Sócrates debe morir porque confía en los hombres, pero la humanidad está dominada por los excesos. No es la prudencia la que guía los pasos de los humanos. Y si Sócrates no muere, le hará mucho mal a la Hélade con su prédica de libertad. El cree que todos pueden acceder a todo el conocimiento si así se lo proponen, y cree que quien conoce el bien obra bien. Pero no es así. Si se sigue propagando el uso del kykeon, y si todos siguen accediendo a los misterios de la diosa, algo grave ocurrirá en la polis –el hombre toma aire, porque ha hablado rápidamente–. Basta con que el anciano se vaya al exilio. Pero no aceptará, tal es su tozudez. Habrá que hacer que muera. Es un heredero de los Órficos. El sabía que esto pasaría si hablaba de Eleusis a quienes no debía hablar. Sócrates ha dicho que los artesanos son malos amigos y malos ciudadanos porque no tienen tiempo suficiente para cultivar la amistad y para cumplir con los deberes de la polis –el hombre se exalta, casi está gritando, y su cara se enrojece–. "¿Qué vendrá después de esto? ¿Deberemos dar tiempo libre a quienes trabajan con las manos? ¿Quién pagará eso? ¿Quién hará ese trabajo? ¿Acaso los ciudadanos? Yo desprecio el trabajo, como todo ciudadano, pero alguien tiene que hacerlo. Y no seremos nosotros. Sócrates cree que no está obligado a callar sobre los misterios de Eleusis, ni sobre sus ideas, sean cuales sean. Caiga la maldición de Deméter sobre su cabeza. No es nuestra culpa sino la de él mismo. Que caiga su sangre sobre su propia cabeza. No somos responsables de su muerte. Su lengua es la responsable."

Y diciendo esto, el hombre se alejó, sin dar tiempo a los demás a decirle nada.
Algunos ya han sacado sus cestos y comen aceitunas, queso, pan regado con aceite de olivo, y alguien le alcanza a Sócrates una bandeja con frutos secos y aceitunas. Otro le da una porción de sardinas, pero Sócrates la rechaza amablemente porque no come carne.
Otros comen concentrados y distantes, y otros en grupos. Las voces se elevan aquí y allá. Sócrates no ha tocado su bandeja de comida, y mira a lo lejos como si no viera a nadie, como si no estuviera allí. Finalmente, pasado el tiempo reglamentario, se hace el anuncio:

–¡Ciudadanos de Atenas! Ésta es la sentencia emitida por los Heliastas: votos blancos, doscientos veinte, votos negros, doscientos ochenta. ¡Sócrates, hijo de Sofronisco, es condenado a muerte! De acuerdo con la ley de Atenas, pedimos al condenado que proponga él mismo otra pena.

Sócrates se pone de pie y dice, sin mostrar turbación:

–No hice nada para merecer una pena, no estaría bien que yo mismo proponga una pena diferente. Nunca he cuidado de mí, de mi casa, de mi familia si me llamaba el deber de la polis. Mal hecho, Athena es protectora de la ciudad y de la sabiduría, pero también de las artes de las mujeres, las de tejer y las de hilar. Ella nos da ejemplo, pero los hombres no lo tomamos, ella cuida de la ciudad pero también del hilado, cuida de la sabiduría, pero también del tejido. Ella no hace diferencia entre la polis y el pequeño tejido. Mi esposa Jantipa me ha reprochado a gritos que no cuidaba de ella ni de los niños, y siempre tuvo razón, porque es una mujer piadosa y excelente madre. No he aspirado a cargo político ni militar alguno. Nunca he sido parte de sediciones. ¿Es por todo esto o por alguna de estas cosas que se me condena? Se me condena, quizá, por no haber juntado suficiente dinero con mis enseñanzas. Tienen razón en eso, qué les puedo decir. No tengo dinero hoy para pagar una multa. He sido un improvisado… Sólo podría ofrecer una mina de plata, quizá.

Se oye rugir a los presentes, y fácilmente se puede calcular que más de la mitad de las gargantas dejan escapar el descontento, tal es el clamor que se alza ante las palabras de Sócrates.

–Vosotros decís que yo proponga una pena alternativa –continúa el acusado–, pero creo que, si fuérais justos, deberíais premiarme –nuevamente se levanta el rugido de la multitud de jueces. Sócrates levanta una mano, pidiendo que le permitan continuar– Tengo setenta años ya y siempre he llevado una vida de acuerdo con lo justo. Quizá deberían pagarme una casa en un bello lugar… No se enojen, es sólo una broma… –Sócrates sonríe–. ¿Qué quieren que proponga como pena alternativa? ¿Una multa? Todos saben que no tengo dinero, sólo algunas minas con las que podría pagar un carro, quizá, pero ni siquiera el valor de un caballo, no digo de uno marcado con la sigma, sino de uno cualquiera… Estrepsíades pagó tres minas a Aminias por un carro y unas ruedas, poco más tengo yo para ofrecer… El jefe de mi demo no podrá decir que tengo deudas como moroso, pero tampoco tengo nada de valor para darles… –Se levantan voces airadas–. Está bien, está bien –intenta apaciguarlos Sócrates–, no intento burlarme de nadie. Aquí mis amigos Critón, Aristocles, Critóbulo y Apolodoro, ofrecen pagar una multa, ofrezco eso como pena alternativa, pero no veo que esté bien multarme a mí mismo…

La segunda votación se inicia, y termina mostrando claramente el enojo de los jueces, y Sócrates es condenado con trescientas sesenta piedras negras.

–Jueces de Athenas –toma Sócrates la palabra–, grande es la responsabilidad sobre vuestros hombros. Soy un viejo, bastaba esperar a que me muriera solo… Por otra parte, ¿pretenden castigarme con la muerte? Si no sabemos qué es la muerte ni qué hay después; quizá transmigremos, quizás encontremos… la nada… –Y susurró para sí mismo–: “Vamos desnudos a ella, como en los misterios.”

Y continuó hablando para la multitud:

–Pero ya basta, a morir yo, a vivir vosotros. Cada uno a lo suyo. ¿Quién gana y quién pierde con esto? No lo sabremos ahora… Sólo les hago esta petición: que hagan a mis hijos lo mismo que he hecho yo a los jóvenes de Athenas.

Sócrates calló y caminó lentamente hasta un olivo próximo, sentándose debajo. Las escalinatas comenzaban a vaciarse, y Sócrates miraba el ondular de las ropas, las sandalias de los que se alejaban, que se movían acompasadamente, levantando el polvo a su paso. Sin darse cuenta, comenzó a susurrar para sí: “Dioses, aparten de mí este kalix, por favor aparten de mí este kalix, no quiero beber esa bebida amarga, de qué me vale haber sido bueno, justo y recto, dioses, aparten de mí este kalix, por qué reina el reino de la fuerza bruta… Quisiera gritar con un grito inhumano, para ver si alguno de ellos oye, para saber si soy escuchado, dioses, aparten de mí este kalix que entreveo, de qué sirve tener buena voluntad, de qué sirven las buenas razones, dioses, aparten de mí este kalix, quizá pueda crear mi propia vida errada, para ser condenado, quiero saber si soy escuchado, dioses, dáimones, aparten de mí este kalix, estos oídos no han querido oírme, cómo habrán de oírme, dáimones aparten de mí… este kalix…”

lunes, octubre 24, 2005

Liniers :)

miércoles, octubre 12, 2005

Adónde van







Adónde van las palabras que no se dijeron.
Adónde van las miradas que un día partieron.
Acaso flotan eternas, como prisioneras de un ventarrón,
o se acurrucan entre las rendijas
buscando calor.
Acaso ruedan sobre los cristales
cual gotas de lluvia queriendo pasar.
Acaso nunca vuelven a ser algo.
Acaso se van.
Y adónde van.
Adónde van.
¿En qué se habrán convertido mis viejos zapatos?
¿Adónde fueron a dar las hojitas del árbol?
¿Y dónde están las angustias,
que desde tus ojos brotaron por mí?
¿Adónde fueron mis palabras sucias
de sangre de abril?
¿Adónde van ahora mismo estos versos
que no puedo nunca dejar de alumbrar?
Acaso nunca vuelven a ser algo.
Acaso se van.
Y adónde van.
Adónde van.
Adónde va lo común, lo de todos los días.
El descalzarse en la puerta y la mano amiga.
Adónde va la sorpresa
casi cotidiana del atardecer.
Adónde va el mantel de la mesa
y el café de ayer.
Adónde van los pequeños,
terribles encantos que tienen hogar.
Acaso nunca vuelven a ser algo
Acaso se van.
Y adónde van.
Adónde van.
Acaso se van.

Silvio Rodriguez

domingo, octubre 09, 2005

Y donde esta Willy?

jueves, octubre 06, 2005

PHILOSOPHY

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